En el siglo XVIII se produce en la Europa occidental la confluencia de una serie de factores sociales y culturales en torno al legado de la Grecia clásica, que contribuirán decisivamente a materializar el paso del rococó al neoclásico. El inevitable agotamiento de dicha corriente, hasta la que había derivado el sobrecargamiento barroco, dio lugar, como reacción, a una búsqueda de la sencillez y la naturalidad, y en este sentido el ejemplo más adecuado no podía encontrarse sino en la antigüedad clásica: volver la mirada hacia los orígenes, hacia los cimientos de nuestra cultura, era garantía de estar tomando como referente lo esencial, la idea, la belleza en estado puro.
Siglos atrás, ya había vuelto Europa los ojos hacia la antigüedad, y entonces fue la Roma clásica la que sirvió de espejo en el que mirarse (pues, en el fondo, el Renacimiento buscaba en ella poco más que un mero modelo estético). Pero ahora, la concepción ilustrada de la Historia concibe ésta como una evolución, un desarrollo en las civilizaciones, y no como una simple sucesión de acontecimientos. Así pues, si se pretendía buscar apoyo en los cimientos originarios, en la auténtica esencia del clasicismo, había que ir más allá de Roma, pues en cierto modo la cultura romana no había sido sino una adaptación, incluso una desvirtuación, de la griega: había que viajar a Grecia. Y no sólo en sentido metafórico; también en un sentido físico, geográfico.
En efecto, el recién despertado filohelenismo invita a no pocos arqueólogos a rescatar del olvido y la destrucción las ruinas griegas, a la sazón en manos del invasor turco. La Sociedad de Diletantes, una institución británica formada por cultos y refinados gentelmen aficionados a la arqueología, y en especial al legado clásico, financia expediciones a Grecia, como la de Nicholas Revett y Richard Chandler, y contribuye a la publicación de obras como Antigüedades de Atenas y Antigüedades de Jonia, en las que se recogen reproducciones de monumentos clásicos, con datos sobre su emplazamiento, detalles de inscripciones, etc. La difusión de estas obras por la Europa del momento constituye una aportación esencial a aquella corriente de filohelenismo.
Durante el siglo XVIII y principios del XIX, se extiende también la costumbre de realizar lo que se denominado el “grand tour”: los jóvenes de familias acomodadas inglesas realizaban un viaje al continente con el fin de culminar sus estudios con un baño de cultura clásica. Y si Roma representaba el máximo esplendor del clasicismo, Grecia constituía su esencia, su origen: allí se encontraban los escenarios en los que se habían desarrollado la Ilíada y la Odisea, y allí, en aquellos lugares y entre aquellas gentes, latía el mismo espíritu que había animado la creación de tan magníficas epopeyas. Las impresiones recogidas por estos jóvenes estudiantes, muchos de ellos petimetres pero algunos otros grandes intelectuales, resultaron sumamente valiosas para la conservación del legado helénico.
Pero sin duda el personaje que más contribuye a consolidar el ideal clásico es Johann Joachim Winckelmann (quien, paradójicamente, nunca pisó tierras griegas). Éste revoluciona el método arqueológico: atrás había quedado la simple búsqueda de objetos con un fin meramente atesorador o crematístico, que había caracterizado el procedimiento practicado por los “arqueólogos” medievales; pero ahora él consigue superar también los métodos de datación y clasificación seguidos por los anticuarios del XVII. Winckelmann crea un lenguaje para analizar las obras buscando en ellas la expresión de la belleza que encierran y la emoción que producen. Según su interpretación, en la Grecia antigua, en el marco de un clima político y cultural que promueve la libertad individual y el desarrollo del arte, la naturaleza se siente como un todo bello y armonioso, y los artistas buscan (y, para él, alcanzan) la perfección al imitar la naturaleza. En su obra La historia del arte en la antigüedad, Winckelmann propone que los artistas del momento deben imitar, ya no los modelos clásicos, como hicieron los renacentistas, sino la forma de imitar la naturaleza que practicaron los artistas griegos, buscando en ésta la belleza ideal, la esencia misma de las cosas.
A principios del siglo XIX, tiene lugar el hecho que mejor refleja la impulsiva corriente de protección del patrimonio artístico de la Grecia antigua que se había desatado durante el siglo anterior: la adquisición de los frisos del Partenón por parte del gobierno inglés para su exhibición en el Museo Británico. En la actualidad, este traslado se considera casi unánimemente como un expolio, y esta es la razón por la que no se deje de demandar su devolución. Sin embargo, en aquel momento se entendió como una necesidad de conservar un patrimonio que se estaba destruyendo: había que proteger para las generaciones futuras aquella expresión de los orígenes de la cultura europea. Y esa necesidad se confirmó cuando los turcos, que hasta entonces no había demostrado sino menosprecio por tan singulares ruinas, no tuvieron reparo en venderlas y permitir que salieran de Grecia. Los frisos del Partenón, ya instalados en el Museo Británico, se convirtieron para los estudiantes de Bellas Artes en una auténtica escuela de dibujo, lo que constituyó un elemento más para la difusión de la corriente neoclasicista por Europa.
Hemos considerado hasta aquí cómo una serie de factores tan diferentes como el “grand tour” de los estudiantes ingleses, el patrocinio de las expediciones arqueológicas por parte de la Sociedad de Diletantes, la necesidad de encontrar una alternativa al agotado rococó por vía de la sencillez y la naturalidad, los trabajos de Winckelmann e incluso el paternalista traslado de los frisos del Partenón, confluyeron en un movimiento neoclásico, y específicamente neohelénico, que hizo a Europa volver los ojos hacia la antigua Grecia. Pero eso no es todo. La culminación de esta corriente se produce cuando aquellos países europeos que habían enriquecido su bagaje cultural poniendo su mirada en la antigua civilización que había constituido su origen, ahora llevados de un impulso romántico de defensa de la libertad, convierten su filohelenismo en un programa político que identifica la Grecia actual con el espíritu griego clásico que se intentaba recuperar; y así, apoyan a Grecia en su lucha por la independencia (1821-1827) frente a la ocupación turca, considerando que, de algún modo, con ello se recuperará el espíritu de libertad que caracterizó la época de esplendor de la patria de Homero, Pericles y Fidias.
martes, 2 de febrero de 2010
Arqueología 5. El redescubrimiento de la antigua Grecia en el siglo XVIII
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