En la segunda mitad del siglo XVIII, Winckelmann había planteado la Historia del Arte antiguo como una búsqueda de la esencia del arte, a partir de los conceptos absolutos de belleza y perfección. En este sentido, la arqueología se concebía casi como una actividad complementaria a aquélla, en tanto que permitía descubrir las obras de arte dejadas por las civilizaciones antiguas y establecer con ellas una evolución estilística; la interpretación de los restos materiales de la antigüedad respondía más a un criterio estético que historicista.
Sin embargo, en el siglo XIX la concepción sobre la arqueología comienza a experimentar un importante giro cualitativo hacia la profesionalización. Quizá uno de los personajes que más contribuyera inicialmente a ese cambio de rumbo fuera Heinrich Schliemann. Y no precisamente por que la suya fuera una visión científica de la arqueología. Él no pretendía buscar tesoros, pero tampoco obras de arte; no buscaba ni el valor material ni el valor estético de los restos materiales de las antiguas civilizaciones. Guiado por el fervor literario hacia las obras de Homero, y también un poco por la intuición, se propuso localizar el emplazamiento de la ciudad de Troya: no le importaban tanto las esculturas o las joyas como recuperar el espacio y, de algún modo, el tiempo en que se había originado la civilización prehelénica, cuna de la griega, inspiración de la romana… y en consecuencia raíz de nuestra propia cultura. Y así, las excavaciones dirigidas por él en la colina de Hissarlik sacaron a la luz los restos de la civilización micénica (el entusiasmo literario llevó a Schliemann a interpretar que los restos de aquel palacio pertenecían al del rey Príamo, y que las tumbas halladas junto a la Puerta de los Leones eran las de Agamenón y sus compañeros; pero esa es otra historia que no resta un ápice de valor al descubrimiento).
Ya a mediados del XIX había autores que percibían la condición multidisciplinar de la Historia, y dentro de ella consideraban altamente valiosa la aportación de la arqueología. Así, por ejemplo, Theodor Mommsen, en su Historia de Roma, analiza la antigüedad romana combinando aspectos tan dispares como el derecho, la filología, la literatura, la epigrafía, el arte y, por supuesto, los yacimientos arqueológicos.
Pero será el pensamiento positivista de finales de siglo el que introducirá en el método arqueológico aspectos cercanos a los presupuestos científicos: si la historia es el resultado de la evolución de las civilizaciones, los restos materiales que éstas nos han legado nos aportan una valiosa información sobre ellas, al clasificarlos según una secuencia ordenada, en lugar de agruparlos en función de criterios estéticos. Asimismo, la evolución biológica, contemplada ahora desde una perspectiva de evolución cultural, se interpreta como la aspiración a una mejor calidad de vida por parte del hombre.
En efecto, a medida que nos adentramos en el siglo XX, la arqueología va dejando de ser una mera búsqueda de restos materiales que clasificar y con los que llenar las vitrinas de las salas de los museos: la escultura y la arquitectura prácticamente están ya agotadas como fuentes, y empieza a interesar más la información proporcionada por la cerámica o la numismática, en cuanto que, como objetos de uso cotidiano, aportan datos fiables sobre el modo de vida o la economía.
De acuerdo con el método de Winckelmann, la arqueología clásica se ocupaba de clasificar los materiales que tenían forma artística. Pero para algunos autores, como Bianchi Bandinelli, la arqueología no debe ser un método de Historia del Arte, sino más bien un semillero de interpretación de la Historia a través de los restos materiales de las antiguas civilizaciones. Atrás han quedado los tradicionales métodos arqueológicos (fueran expoliadores o selectivos), y comienzan ahora los modernos razonamientos sobre arqueología. La Historia es una ciencia multidisciplinar; es, en palabras de Jacques Le Goff, “una ciencia global del hombre en el tiempo”, y por tanto requiere la reflexión sobre aspectos como el arte, la economía, la sociedad, la geología, la geografía, etc.
Y así, la excavación exhaustiva deja paso a la excavación estratigráfica: no se trata ya de sacar a la luz todo tipo de restos, sino de irles dando un significado cronológico para contribuir a la reflexión sobre la evolución cultural que conecta el pasado con el presente a través de algo más que de una mera yuxtaposición de etapas.
Este concepto unilineal de la historia parte de la idea de que todas las civilizaciones tienen un origen común, y su evolución consistiría en un mayor o menor desarrollo tecnológico, que les permitiría mejorar su calidad de vida y elevar sus cualidades morales. Sin embargo, otros autores, como Vere Gordon Childe, proponen un evolucionismo multilineal, según el cual la evolución histórica de cada pueblo es diferente, pues depende de sus circunstancias peculiares, de tal modo que puede no pasar por las mismas etapas evolutivas, sin que eso signifique que se encuentra menos desarrollado. El evolucionismo unilineal partía de una evolución a través de unas fases comunes a la especie humana, y buscaba por tanto lo común en los restos de todas las civilizaciones, con el fin de comparar unas con otras y establecer en qué etapa de esa evolución se encontraba cada pueblo. El evolucionismo multilineal, en cambio, presta más atención a los rasgos diferenciadores de cada pueblo, a su proceso psicológico, al margen del de sus vecinos.
La arqueología procesual, o Nueva Arqueología, de la que Lewis R. Binford es el principal representante, discurre en un sentido semejante: analiza todos los restos materiales que configuran la cultura de un pueblo: objetos artísticos y de uso común, pero también huesos, flora, fauna, disposición del terreno, etc. Todos ellos aportan datos económicos, tecnológicos, artísticos, sociales, religiosos… La reflexión sobre tan diferentes hallazgos materiales dentro de su entorno permite establecer conclusiones de carácter antropológico. De este modo, el estudio de las grandes etapas evolutivas de la humanidad ha dado paso al intento de recuperación de los pasados locales.
La arqueología marxista, representada por Robert Malina y por el propio Gordon Childe, centra su estudio en la infraestructura del grupo humano: las relaciones de producción entre los hombres son las que provocan los cambios (innovación o regresión). La evolución de la historia responde, por tanto, más a cambios internos que a cambios externos.
Por último, la arqueología postprocesual, encabezada por Ian Hodder, parte de la idea de que para extraer conclusiones relativas a la cultura, el método científico no basta por sí solo: para analizar la cultura de un pueblo hay que contemplar diferentes perspectivas, de tal modo que sea posible relativizar, debatir y criticar todos los datos. Frente a las “ciencias duras” como método complementario a la arqueología, los postprocesuales propugnan las “ciencias blandas”, tales como la sociología, la psicología, la antropología, etc.
jueves, 4 de febrero de 2010
6. Arqueología. Hacia la profesionalización de la arqueología clásica
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