El fin del feudalismo que se produce en el período de transición de la Edad Media al renacimiento, y los cambios sociales y económicos que lleva aparejado, dan lugar a la aparición de una nueva clase noble, más culta y adinerada, que se funde y se confunde con una incipiente burguesía de origen comercial. Ambas intentarán encontrara algún vínculo con un pasado glorioso que les dé prestigio cultural y justifique así su reciente advenimiento a la élite, y en este sentido, el pasado antiguo resultaba más adecuado que el pasado reciente: Grecia y Roma aparecían revestidas de un esplendor del que la oscura Edad Media carecía.
Las piezas escultóricas que las excavaciones iban sacando a la luz, y que hasta entonces habían sido menospreciadas por no ajustarse a los esquemas culturales del Medievo, se convierten ahora en un referente perfecto de ese pasado de esplendor, y la actividad materialista, posesiva, acumuladora, de esos nuevos ricos hizo de ellas un objeto de deseo para sus colecciones privadas. Si atesorar obras de arte clásico es signo de poder, las principales familias de la alta sociedad italiana comienzan a rivalizar entre sí por la posesión de la colección más esplendorosa. Como, naturalmente, las obras de arte son limitadas, y sobre todo no pueden estar en dos palacios a la vez, se hacen copias a tamaño natural mediante el procedimiento del vaciado en escayola. De este modo, las obras se difunden con una extraordinaria rapidez por toda Europa, ya que tanto los monarcas como las familias principales desean poseer también colecciones que acrecienten su prestigio.
Por otro lado, los mecenas encargan a sus artistas protegidos obras que imiten tanto los temas como el estilo grecorromano; y así, en un intento de no perder el carro de la modernidad, los artistas de la época comenzaron a esculpir siguiendo los cánones clásicos, lo cual confería a aquellas antiguas piezas escultóricas que salían de debajo de la tierra un significado artístico, además del valor como símbolo de poder que sus propietarios les atribuían. De este modo, a mediados del siglo XVI ya no existía ninguna duda: lo bello era lo clásico, y por consiguiente bello era también lo moderno que seguía sus cánones.
No obstante, si bien es cierto que durante el Renacimiento se colecciona y se imita, pero no se investiga sobre aquellos restos materiales de la cultura grecorromana, no lo es menos que ya entonces había aparecido un grupo de investigadores que se dedican a desenterrar esos vestigios del pasado y a coleccionarlos, con un afán de estudiarlos, clasificarlos, reflexionar sobre ellos, darles un sentido cultural… más que con un afán meramente posesivo. Son los anticuarios: John Tradescant, John Leland o William Camden fueron los pioneros en buscar, datar, registrar, clasificar, preservar e investigar sobre los vestigios materiales procedentes de las excavaciones arqueológicas, y en darles un sentido intrínsecamente cultural, no solamente artístico y mucho menos crematístico.
Si bien la actividad de los anticuarios no puede considerarse todavía una investigación “científica”, sus estudios sobre las fuentes de la civilización occidental constituirán un referente para los historiadores de la Ilustración. En el siglo XVIII, en el entorno de las sociedades científicas se gesta un nuevo humanismo, que vuelve a centrar su interés en la cultura grecorromana, pero ya no tanto en la escultura y la arquitectura, o en las obras literarias, las cuales habían sido fuente de inspiración artística en el Renacimiento, como en aquellos otros restos materiales procedentes de las ruinas, tales como monedas, joyas, jarrones y demás objetos de uso cotidiano, carentes en principio de valor, pero que con sus inscripciones vendrán a revolucionar el método de interpretación histórica.
Hasta entonces, los historiadores habían basado su narración de los hechos en un método cronológico, inspirándose en fuentes fundamentalmente literarias: Tito Livio, Tácito, Suetonio… y sin plantearse que fuera necesario reescribir la historia, tal era la categoría de autoridad que se confería a estos autores. Los anticuarios, puestos al frente de las excavaciones arqueológicas, llevan a cabo una actividad cuasi científica de recopilación, datación, conservación e interpretación de vestigios, y abordan la historia desde un punto de vista más sistemático, relacionando objetos según el ámbito al que pertenecen: la topografía, la religión, la ley, el comercio, etc.
Este nuevo humanismo coincide con una corriente de escepticismo filosófico, el pirronismo, encabezada por Bayle y Huet, que invadió el pensamiento de la época y que se basaba en dudar sistemáticamente de todo, en tanto no se tuvieran pruebas fiables que demostraran su veracidad. Así, en lo tocante a la narración de los hechos históricos, ¿qué podían considerarse pruebas fiables: los testimonios literarios o las inscripciones, monedas y jarrones? Pues, si bien estas últimas también podían ser objeto de falsificación, los pirronianos les concedían más fiabilidad, ya que las narraciones literarias, basadas muchas veces en testimonios subjetivos, podían ser voluntaria o involuntariamente falseadas o tergiversadas.
La evidencia arqueológica comienza así a ser considerada prueba de los acontecimientos pasados, y la información aportada por los objetos de menaje, más fiable que los testimonios literarios.
No obstante, los estudios de los anticuarios, sistemáticos, casi científicos, tienen unos objetivos no muy diferentes de los de los historiadores: la búsqueda de la verdad, de manera que a la narración de los hechos se sumaron a partir de entonces los datos obtenidos de inscripciones, monedas… procedentes de excavaciones, que proporcionaban información sobre las costumbres, la religión, las leyes, el comercio… configurando, en suma, más que una narración lineal de los hechos, la descripción de una civilización.
Poco a poco, a finales del siglo XVIII, de la mano de arqueólogos como Winckelmann y Gibbon, se empieza a admitir que el método de investigación de los anticuarios no es incompatible con la reflexión filosófica sobre la historia, y que ambas disciplinas se complementan en la configuración de una civilización. Así, la incipiente arqueología se hace menos simplista, pues ya no se basa únicamente en recoger y clasificar vestigios, y la narración histórica se enriquece con aspectos que superan la mera sucesión cronológica de hechos, elaborada en base a testimonios y fuentes literarias.
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