jueves, 4 de febrero de 2010

6. Arqueología. Hacia la profesionalización de la arqueología clásica

En la segunda mitad del siglo XVIII, Winckelmann había planteado la Historia del Arte antiguo como una búsqueda de la esencia del arte, a partir de los conceptos absolutos de belleza y perfección. En este sentido, la arqueología se concebía casi como una actividad complementaria a aquélla, en tanto que permitía descubrir las obras de arte dejadas por las civilizaciones antiguas y establecer con ellas una evolución estilística; la interpretación de los restos materiales de la antigüedad respondía más a un criterio estético que historicista.

Sin embargo, en el siglo XIX la concepción sobre la arqueología comienza a experimentar un importante giro cualitativo hacia la profesionalización. Quizá uno de los personajes que más contribuyera inicialmente a ese cambio de rumbo fuera Heinrich Schliemann. Y no precisamente por que la suya fuera una visión científica de la arqueología. Él no pretendía buscar tesoros, pero tampoco obras de arte; no buscaba ni el valor material ni el valor estético de los restos materiales de las antiguas civilizaciones. Guiado por el fervor literario hacia las obras de Homero, y también un poco por la intuición, se propuso localizar el emplazamiento de la ciudad de Troya: no le importaban tanto las esculturas o las joyas como recuperar el espacio y, de algún modo, el tiempo en que se había originado la civilización prehelénica, cuna de la griega, inspiración de la romana… y en consecuencia raíz de nuestra propia cultura. Y así, las excavaciones dirigidas por él en la colina de Hissarlik sacaron a la luz los restos de la civilización micénica (el entusiasmo literario llevó a Schliemann a interpretar que los restos de aquel palacio pertenecían al del rey Príamo, y que las tumbas halladas junto a la Puerta de los Leones eran las de Agamenón y sus compañeros; pero esa es otra historia que no resta un ápice de valor al descubrimiento).
Ya a mediados del XIX había autores que percibían la condición multidisciplinar de la Historia, y dentro de ella consideraban altamente valiosa la aportación de la arqueología. Así, por ejemplo, Theodor Mommsen, en su Historia de Roma, analiza la antigüedad romana combinando aspectos tan dispares como el derecho, la filología, la literatura, la epigrafía, el arte y, por supuesto, los yacimientos arqueológicos.
Pero será el pensamiento positivista de finales de siglo el que introducirá en el método arqueológico aspectos cercanos a los presupuestos científicos: si la historia es el resultado de la evolución de las civilizaciones, los restos materiales que éstas nos han legado nos aportan una valiosa información sobre ellas, al clasificarlos según una secuencia ordenada, en lugar de agruparlos en función de criterios estéticos. Asimismo, la evolución biológica, contemplada ahora desde una perspectiva de evolución cultural, se interpreta como la aspiración a una mejor calidad de vida por parte del hombre.

En efecto, a medida que nos adentramos en el siglo XX, la arqueología va dejando de ser una mera búsqueda de restos materiales que clasificar y con los que llenar las vitrinas de las salas de los museos: la escultura y la arquitectura prácticamente están ya agotadas como fuentes, y empieza a interesar más la información proporcionada por la cerámica o la numismática, en cuanto que, como objetos de uso cotidiano, aportan datos fiables sobre el modo de vida o la economía.
De acuerdo con el método de Winckelmann, la arqueología clásica se ocupaba de clasificar los materiales que tenían forma artística. Pero para algunos autores, como Bianchi Bandinelli, la arqueología no debe ser un método de Historia del Arte, sino más bien un semillero de interpretación de la Historia a través de los restos materiales de las antiguas civilizaciones. Atrás han quedado los tradicionales métodos arqueológicos (fueran expoliadores o selectivos), y comienzan ahora los modernos razonamientos sobre arqueología. La Historia es una ciencia multidisciplinar; es, en palabras de Jacques Le Goff, “una ciencia global del hombre en el tiempo”, y por tanto requiere la reflexión sobre aspectos como el arte, la economía, la sociedad, la geología, la geografía, etc.
Y así, la excavación exhaustiva deja paso a la excavación estratigráfica: no se trata ya de sacar a la luz todo tipo de restos, sino de irles dando un significado cronológico para contribuir a la reflexión sobre la evolución cultural que conecta el pasado con el presente a través de algo más que de una mera yuxtaposición de etapas.
Este concepto unilineal de la historia parte de la idea de que todas las civilizaciones tienen un origen común, y su evolución consistiría en un mayor o menor desarrollo tecnológico, que les permitiría mejorar su calidad de vida y elevar sus cualidades morales. Sin embargo, otros autores, como Vere Gordon Childe, proponen un evolucionismo multilineal, según el cual la evolución histórica de cada pueblo es diferente, pues depende de sus circunstancias peculiares, de tal modo que puede no pasar por las mismas etapas evolutivas, sin que eso signifique que se encuentra menos desarrollado. El evolucionismo unilineal partía de una evolución a través de unas fases comunes a la especie humana, y buscaba por tanto lo común en los restos de todas las civilizaciones, con el fin de comparar unas con otras y establecer en qué etapa de esa evolución se encontraba cada pueblo. El evolucionismo multilineal, en cambio, presta más atención a los rasgos diferenciadores de cada pueblo, a su proceso psicológico, al margen del de sus vecinos.
La arqueología procesual, o Nueva Arqueología, de la que Lewis R. Binford es el principal representante, discurre en un sentido semejante: analiza todos los restos materiales que configuran la cultura de un pueblo: objetos artísticos y de uso común, pero también huesos, flora, fauna, disposición del terreno, etc. Todos ellos aportan datos económicos, tecnológicos, artísticos, sociales, religiosos… La reflexión sobre tan diferentes hallazgos materiales dentro de su entorno permite establecer conclusiones de carácter antropológico. De este modo, el estudio de las grandes etapas evolutivas de la humanidad ha dado paso al intento de recuperación de los pasados locales.
La arqueología marxista, representada por Robert Malina y por el propio Gordon Childe, centra su estudio en la infraestructura del grupo humano: las relaciones de producción entre los hombres son las que provocan los cambios (innovación o regresión). La evolución de la historia responde, por tanto, más a cambios internos que a cambios externos.
Por último, la arqueología postprocesual, encabezada por Ian Hodder, parte de la idea de que para extraer conclusiones relativas a la cultura, el método científico no basta por sí solo: para analizar la cultura de un pueblo hay que contemplar diferentes perspectivas, de tal modo que sea posible relativizar, debatir y criticar todos los datos. Frente a las “ciencias duras” como método complementario a la arqueología, los postprocesuales propugnan las “ciencias blandas”, tales como la sociología, la psicología, la antropología, etc.

martes, 2 de febrero de 2010

La familia en la antigua Roma

La familia en el Derecho romano

En un sentido amplio, el Derecho romano es el conjunto de normas que rigen al pueblo romano desde su fundación hasta la caída del Imperio.

En origen, el ius surge como oposición al fas, la voluntad divina.
Durante la etapa monárquica, entre los siglos VIII y V a. C., se aplica el ius quiritum, basado en las costumbres de los quirites, primitivos fundadores de Roma.
En época republicana (siglos V al I a. C.), comienza a distinguirse entre el ius civile y el ius gentium, marcándose así la separación legal entre patricios y plebeyos; a esta época pertenece el primer corpus legal: las XII Tablas, del 451 a. C.
En los tres primeros siglos de nuestra era, a lo largo del llamado período clásico, se produce una sistematización del Derecho, creándose la figura del pretor como administrador de justicia; durante esta etapa se gobierna a base de disposiciones y edictos imperiales, y el resultado es la producción de un enorme fárrago legislativo, que incluía normas muy diversas y a menudo contradictorias. A esta época pertenece la promulgación de las leyes Julia y Papia Poppea, que regulan aspectos de la vida matrimonial.
Durante los siglos III al V, coincidiendo con la decadencia del Imperio, la legislación comienza a transformarse, influenciada en buena medida por la corriente de cristianismo imperante.
Finalmente, ya a mediados del siglo VI, Justiniano realiza una recopilación con todo el corpus legal existente hasta el momento en Roma, que integrará el llamado Corpus iuris civilis.

El Derecho regula, pues, el funcionamiento de la sociedad romana. Pero ésta se encuentra configurada como un gran árbol, de cuyo tronco parten ramas principales, las gens o tribus, que a su vez se dividen y subdividen en las diferentes familias que integra cada una de ellas (esta estructura ramificada procede de la antigua Grecia, donde la sociedad también estaba organizada en genos o clanes). Además, es en el ámbito familiar donde se desarrollan en buena medida las condiciones de ciudadanía, libertad e independencia económica, que trascienden lo meramente doméstico y que tienen implicaciones sociales: estatus jurídico, derechos y obligaciones, régimen patrimonial, etc. Por tanto, el Derecho debe ocuparse también de regular la organización familiar.




Estructura de la familia romana

La familia en la antigua Roma está integrada por un grupo de personas, con sus pertenencias y su patrimonio en general, que dependen social, económica y jurídicamente de un pater familias.

El parentesco natural, la cognatio, fundado en la descendencia física de la mujer, carecía prácticamente de valor legal, mientras que el parentesco civil, la agnatio, era el que tenía importancia, constituyendo por tanto el vínculo familiar legalmente válido. La agnatio agrupaba en torno al pater familias a un conjunto de personas y cosas sometidas a su autoridad: la esposa, los hijos naturales, los hijos adoptados, los clientes, las llamadas res mancipi (propiedades de la economía doméstica en general, incluidas bestias de carga y esclavos) y las denominadas res nec mancipi (pertenencias y pecunias transmisibles de forma ordinaria).

Desde el punto de vista jurídico, el pater familias era sui iuris, es decir, que no estaba sometido a potestad ajena, mientras que los restantes miembros de la familia eran alieni iuris, lo que implicaba que estaban sometidos a la potestad de un sui iuris.


El pater familias. La patria potestas

La sociedad romana es, como la griega, de la que proviene, patriarcal. El pater familias es la máxima autoridad en cada familia: es el dueño legal de las personas y cosas que la integran, pero también el responsable de su manutención económica y su representante ante la sociedad.

Como sui iuris, es un ciudadano libre, titular de una serie de derechos y obligaciones, y con capacidad jurídica para ejercerlos, y entre ellos están dirigir a todos los efectos a su familia. Además es titular de los derechos patrimoniales de ésta: el patrimonio de sus miembros le pertenece y es administrado por él; en todo caso, puede ceder una parte a algunos de sus hijos, clientes o esclavos para su administración (dicha cesión constituía los denominados peculios), siempre teniendo en cuenta que el producto de este negocio pasará a integrar el patrimonio familiar, y por tanto será igualmente propiedad del pater familias.

La autoridad que ejerce sobre los restantes miembros de la familia es diversa, y establece relaciones que asimismo tienen una dimensión social:
- sobre la esposa ejerce la manus, derivada del matrimonio;
- sobre los hijos ejerce la patria potestas, y de ella derivan las relaciones de filiación y de transmisión hereditaria;
- sobre otras personas que, circunstancialmente, se encontraran bajo su autoridad por haber sido vendidas o entregadas para resarcir un daño, ejerce el mancipium;
- sobre los esclavos ejerce la dominica potestas, privilegio que únicamente puede corresponder a un ciudadano libre;
- por último, a los clientes sometidos a él le vincula una relación de compromiso e intercambio de favores.


La esposa. El matrimonio y la manus

En principio, cabe afirmar que la esposa romana disfruta de más libertad que su antecesora cultural, la griega, ya que, además de gobernar la casa, toma parte en la vida social de la familia: aunque carece de responsabilidad jurídica y patrimonial, comparte con su marido la autoridad sobre los hijos y los esclavos, y goza de la misma dignidad social que él. No obstante, su puesto siempre está en un segundo plano, pues nunca alcanza la consideración de cabeza de familia ni puede tener su propio patrimonio, y no le está permitido participar en la vida pública si no es acompañando a su esposo. Por ello, puede decirse que la mujer romana siempre se encuentra sometida a la autoridad del varón: mientras está en la casa paterna, a la del pater familias, y cuando se casa, a la de su esposo (o a la del pater de éste, ya que si él no es aún sui iuris, es decir, si todavía vive bajo la patria potestas de su pater familias, dicha autoridad es asumida por éste). En todo caso, cuando la mujer se queda viuda, puede independizarse; sin embargo, esta circunstancia no siempre se ve como una liberación, sino como una desgracia, ya que se la considera desprovista de protección masculina.

De acuerdo con el ius civile, el matrimonio es la unión de un hombre y una mujer (vínculo monogámico, por tanto, como el griego), fundada en la affectio maritalis, voluntad de iniciar y mantener una vida en común y de tener descendencia. Entre los patricios era frecuente celebrar la confarreatio, una ceremonia religiosa ante el dios Júpiter, y un acto de coemptio, versión conyugal de la manumissio o liberación de esclavos, a través de la cual el pater familias de la futura esposa “manumitía” o “liberaba” a ésta mediante una compraventa simbólica ante un magistrado, a favor del marido o del nuevo pater familias. No obstante, en la Roma clásica el matrimonio no requiere la celebración de ninguna ceremonia formal: el vínculo efectivo se basa en la citada voluntad de permanecer unidos hombre y mujer, de manera que el matrimonio durará en tanto ésta se mantenga, y el compromiso se disolverá cuando deje de existir. Se trata, por tanto, de una situación de hecho socialmente reconocida.

A través del matrimonio, el marido adquiere la autoridad de la manus sobre la esposa, lo que supone la extinción del vínculo de ésta con su familia de origen; no obstante, y aunque no es lo más frecuente, el matrimonio también puede realizarse sine manu, es decir, de tal modo que la esposa continúa perteneciendo a su familia paterna, con los derechos hereditarios que eso implica.

Para poder unirse en iusta nuptia, los contrayentes debían cumplir una serie de requisitos:
- Debían gozar del ius connubium, capacidad para contraer matrimonio de acuerdo con la legislación, y que poseían los ciudadanos romanos libres; es decir, aquellos que gozaban de status civitatis y status libertatis. En principio, ciudadanos romanos eran aquellas personas que participaban activamente en la vida de Roma, con los derechos y obligaciones que ello implicaba, y se podía adquirir la condición de ciudadano por nacimiento, fruto de un matrimonio de ciudadanos, pero también por disposición legal, o por manumisión o concesión de la libertad a un esclavo. Posteriormente, se incorporaron a esta consideración los “latinos”, habitantes de los territorios conquistados fuera de Italia, y asimismo gozaban de los privilegios del status civitatis los “peregrinos”, extranjeros que mantenían relaciones comerciales con Roma. A partir del 212, Caracalla extendió la condición de ciudadanos a todos los súbditos libres del Imperio.
- Debían ser púberes, es decir, tener la madurez sexual suficiente para procrear, pues éste era uno de los principales fines del matrimonio; se consideraba que el varón alcanzaba la pubertad a los catorce años, y la mujer a los doce.
- También debían tener la capacidad legal para contraer matrimonio, es decir, que no existieran impedimentos legales. Los impedimentos podían ser absolutos, si imposibilitaban totalmente a la persona para el matrimonio (por ejemplo, la castración, la demencia o el hecho de estar ya casada), o relativos, si suponían un impedimento tan sólo por alguna circunstancia (por ejemplo, el parentesco entre los contrayentes o, en alguna época, la diferencia de posición social entre ellos).
- Por último, era imprescindible el consentimiento por ambas partes. Como ya ha quedado señalado, el matrimonio era una situación de hecho, resultado de una mutua expresión de affectio maritalis, voluntad de convivencia en el tiempo. Por tanto, la declaración inicial de esta voluntad, sin que mediara engaño ni forzamiento, implicaba el comienzo del matrimonio, que perduraría mientras no cesara tal voluntad. No obstante, cuando los contrayentes eran alieni iuris, es decir, se encontraban bajo la patria potestas de un pater familias, además de su consentimiento era necesario el de éste, ya que a él correspondía decidir sobre todos los aspectos de la vida de los miembros de su familia; esto hacía que, en ocasiones, el matrimonio, más que un acuerdo de convivencia entre un hombre y una mujer, se tratara de un acuerdo entre familias. Las leyes Julia y Papia Poppea vinieron a matizar este aspecto de la autoridad paterna, estableciendo la posibilidad de que el pater familias ratificara el matrimonio una vez contraído, o que su consentimiento pudiera ser suplido por el de un magistrado.

No obstante, parece ser que las uniones entre un hombre y una mujer sin que se cumplieran todos estos requisitos, que en lugar de matrimonio recibían el nombre de concubinato, también fueron en ocasiones socialmente admitidas, aunque lo cierto es que ambas situaciones no gozaban de los mismos derechos legales; así, por ejemplo, los hijos habidos en concubinato eran considerados ilegítimos, y por tanto no tenían los mismos derechos hereditarios que los legítimos.

La ceremonia nupcial (cuando se celebraba, pues al tratarse el matrimonio de una situación de hecho admitida, la simple convivencia continuada daba lugar a su reconocimiento efectivo por parte de la sociedad) solía ser sencilla: tras los sponsales, acto formal en que se otorgaba el consentimiento de los contrayentes (o de sus respectivas familias), se consultaban los auspicios y, si eran favorables, aquellos manifestaban su voluntad de convivencia; después, un cortejo acompañaba a la nueva esposa a casa del esposo, donde éste le ofrecía simbólicamente el agua y el fuego del hogar, en representación de la vida en común que comenzaban.

La declaración de affectio maritalis no es únicamente una expresión de voluntad de empezar una vida en común, sino que sobre todo constituye un compromiso de convivencia respetuosa que vincula a los esposo mientras ellos quieran. Lo importante no es, pues, la manifestación inicial, sino la permanencia en el tiempo, pues en la convivencia cotidiana es en la que ambos se manifiestan recíprocamente consideración y respeto: el llamado honor matrimonii. En este sentido, y a diferencia de la forma de entender el compromiso a partir del cristianismo (en el que se otorgaba más importancia a la declaración de voluntad de convivir que a la voluntad misma de permanecer juntos, y de ahí que se considerara el matrimonio una unión indisoluble), el Derecho romano admite el divorcio como una solución legal que supone el fin de la affectio maritalis: así, una situación de hecho supone la disolución legal de otra situación de hecho, y ambas son socialmente reconocidas. También el matrimonio por coemptio se puede disolver mediante la mancipatio, nueva transmisión de la manus, o potestad sobre la mujer, del marido a un tercero, que pasa a manumitir a ésta. E incluso el matrimonio por confarreatio, que tiene un carácter religioso, se puede anular mediante el acto de la difarreatio.

La separación podía ser:
- ex iusta causa: por adulterio de la mujer (se trataba de una falta gravísima, dada la posibilidad que entraña de introducir en la familia hijos de sangre ajena, por lo que en época primitiva se castigaba con la muerte y sólo con el paso del tiempo se rebajaría la pena a la reclusión en un monasterio) o por impotencia del marido (lo que imposibilitaba al matrimonio para cumplir uno de su fines principales: la procreación);
- sine causa, porque uno de los esposos repudiara al otro: la manus, a pesar de ser una autoridad del varón sobre la esposa, comprometía a ambos en una relación de respeto y fidelidad mutuos derivada de la affectio maritalis; sin embargo, en realidad este compromiso para el marido no pasaba de ser un deber moral, mientras que para la mujer era una obligación, de ahí que primitivamente, sólo fuera aquél el que pudiera repudiar a ésta, y no al contrario; no obstante, poco a poco fue siendo más frecuente que ésta también pidiera la separación,
- o commune consensu, de mutuo acuerdo.


Los hijos. La patria potestas

La romana es una sociedad patriarcal, que reconoce la máxima autoridad del pater familias, mientras viva, sobre todos los miembros de su familia. Se trata de un poder absoluto, que se ejerce sobre los descendientes legítimos mientras permanecen bajo su influencia doméstica, económica y social.

Los hijos varones estaban bajo la patria potestas hasta que, a la muerte del pater familias, formaba cada uno su propia familia, al margen de que con anterioridad se hubiera casado e incluso tuviera hijos.

Las mujeres lo estaban hasta que se casaban y, por manumisio, pasaban a formar parte de la familia del marido, rompiendo así los lazos legales con su familia natural (únicamente en caso de matrimonio sine manu continuaba vinculada a ésta).

También se ejercía la patria potestas sobre las personas adoptadas, las cuales se integraban en la familia en las mismas condiciones jurídicas que si se tratara de hijos (ya ha quedado señalado que la agnatio o vínculo civil prima sobre la cognatio o parentesco natural). La adoptio suponía la integración en la familia de un individuo alieni iuris, el cual generalmente se desligaba de su anterior familia, pasando a formar parte de la nueva; no obstante, también podía quedar bajo la patria potestas de su padre natural, pero adquirir determinados derechos con respecto al pater familias adoptante, o bien ser manumitido por éste (existía la norma de que a la tercera manumisión, el hijo quedaba definitivamente emancipado).

Una variante de la adoptio era la adrogatio, adopción de un individuo sui iuris por parte de otro, que suponía la integración de la familia y el patrimonio de aquél en la de éste, pasando el adrogante a ser pater familias de ambas.

La patria potestas otorga al pater familias un poder absoluto sobre todos los miembros de su familia, no sólo jurídica sino también económicamente: él es el titular del patrimonio de su familia, y por tanto tiene todos los derechos sobre los bienes que posean sus hijos. No obstante, puede ceder a éstos, o incluso a sus esclavos, una cantidad de dinero para que la administren: son los peculios, cuya propiedad continuará siendo del pater, y por tanto los beneficios pasarán a formar parte del patrimonio familiar. Asimismo, puede encomendarles la administración de un negocio, pero igualmente los beneficios revertirán en el patrimonio familiar. Paradójicamente, las deudas que pudieren contraerse en ambos casos no obligarían a su pago por parte del pater, que podría optar por entregar al hijo para satisfacerlas. En época de Justiniano se modificó el régimen de los peculios, estableciéndose que todos los bienes que adquiriese el filius familias podrían ser de su propiedad, salvo en el caso de que los hubiera adquirido con dinero del pater.

La patria potestas es una autoridad perpetua del pater familias, que sólo se extingue con la muerte de éste o con la emancipación del filius, la cual puede ocurrir bien porque éste sea manumitido en tres ocasiones, bien por decisión judicial ante incapacidad mental o conducta inmoral por parte de aquél.

A la muerte del pater familias, los hijos de éste se liberan de la patria potestas y cada uno forma su propia familia, como pater familias de sus hijos, y comienza a administrar su patrimonio, aquel que le hubiera correspondido en herencia. En este sentido, los derechos hereditarios no sólo corresponden a los descendientes naturales, sino a todos los parientes agnados.

En un principio, el poder absoluto que entrañaba la patria potestas le confería al pater familias la facultad de decidir sobre la vida o la muerte de todos y cada uno de los miembros de su familia. Sin embargo, con el paso del tiempo, consideraciones religiosas y éticas movieron a la moderación en la aplicación de esta facultad y la autoridad absoluta originaria fue progresivamente debilitándose. Hacia el siglo VI, aquel ius vitae necisque quedó abolido, aunque sí se continuaron admitiendo, durante algún tiempo más, el ius vendendi, derecho a vender a los propios hijos a otro pater familias, o a entregarlos en pago de una deuda o para librarse de una condena, y el ius exponendi, derecho a abandonar a los hijos recién nacidos, que podían quedar en situación de mancipio con respecto al pater que decidiera hacerse cargo de ellos. Finalmente, terminó por reconocérseles a los hijos la potestad de ser titulares de su propio patrimonio, así como la capacidad de decidir su matrimonio, al margen del consentimiento paterno.


Esclavos, colonos, libertos y clientes. La dominica potestas

Como ha quedado señalado, la familia romana, basada en la agnatio, incluye no sólo a la esposa con sus hijos, naturales y adoptados, y a las esposas y los hijos de éstos, sino también a los esclavos, libertos y clientes (siempre que la posición social y económica del pater familias permitiera tenerlos).

La esclavitud en la antigua Roma era una situación social y legalmente admitida. En el período arcaico, cuando la sociedad era predominantemente agrícola y ganadera, apenas de daba este fenómeno. Sin embargo, con la expansión del Imperio, se fue imponiendo la costumbre de someter a esclavitud a los cautivos derrotados en las guerras de conquista; la gran potencia en que se estaba convirtiendo Roma requería de mano de obra para realizar labores agrícolas, explotación de minas, construcción de edificios y vías públicas, etc. No obstante, a algunos de aquellos esclavos, en función de su capacidad intelectual o artística, les fueron encomendadas, a nivel particular, tareas de cierta responsabilidad doméstica, tales como el cuidado y educación de los niños o la gestión de algún pequeño negocio. La crisis del Imperio hizo que disminuyera la necesidad de aquella mano de obra servil; unida a este factor, la religión cristiana, con su defensa de la igualdad universal, ejerció no poca influencia sobre la legislación, y poco a poco se fueron mejorando las condiciones de vida de los esclavos, hasta alcanzar la abolición de la esclavitud.

En general, esclavos eran quienes nacían de padres esclavos; pero también se podía adquirir tal condición por ser cautivo de guerra, o por haber sido vendido por un pater familias para hacer frente a deudas contraídas (incluso los propios hijos podían ser entregados en compensación de un delito, o para satisfacer a un acreedor). Los esclavos eran considerados objetos: junto con los utensilios domésticos, los aperos de labranza y los animales de carga, formaban parte de las res mancipi de sus dueños. Como alieni iuris, no tenían capacidad jurídica. Tampoco podían tener patrimonio, aunque, como ha quedado ya señalado, en ocasiones se les encomendaba la administración de un peculio, cuyo beneficio revertía en el patrimonio de su señor. El pater familias podía infligirle castigos si cometía alguna falta, e incluso tenía potestad para decidir sobre su vida o su muerte.

Sin embargo, algunos esclavos no siempre padecían una situación tan extremadamente penosa: a veces desempeñaban tareas domésticas de responsabilidad, en función de sus aptitudes intelectuales, técnicas o artísticas, o se les ponía al frente de un negocio, y recibían un sueldo por su trabajo, mediante el cual podían llegar a comprar su libertad. En efecto, no era infrecuente que, después de años de leales servicios, el señor, generalmente mediante disposición testamentaria, manumitiera a sus esclavos, concediéndoles la libertad y otorgándoles así la condición de ciudadanos romanos con plenos derechos.

En época de crisis económica, había individuos sui iuris que renunciaban a su libertad y que, junto con su familia, se ponían al servicio de un señor, en un régimen de absoluta dependencia, para desempeñar tareas generalmente agrícolas. Tal dependencia, muy cercana a la esclavitud, los incapacitaba para tener patrimonio propio o incluso para casarse sin consentimiento previo del pater familias.

Los esclavos que alcanzaban la libertad eran denominados libertos, y entre su antiguo señor y ellos se establecía a partir de ese momento una relación denominada patronato. En virtud de ella, el patrono se comprometía a ayudar y favorecer al liberto, y éste a cambio estaba obligado a colaborar con él a requerimiento suyo.

Una relación de dependencia similar a la del patronato la constituía la clientela, con la diferencia de que ésta se daba fundamentalmente entre individuos sui iuris. Clientes eran, sencillamente, ciudadanos romanos que se encontraban bajo la protección, en todos los sentidos, de otros ciudadanos más importantes y poderosos. Y es que, en la época imperial, la sociedad romana era un complejo entramado de interdependencias, incluso al más alto nivel político y económico: relaciones de protección y ayuda a cambio de colaboración, lealtades que se pagaban con favores, etc.


La familia en el Derecho actual

El Derecho de familia actual es heredero del Derecho romano, y en muchos de sus principios se encuentra, en cierto modo, la base de nuestra legislación. Sin embargo, la evolución experimentada por las normas y las costumbres a lo largo de los últimos catorce siglos ha ido modificando no pocos de sus conceptos más básicos. Así, por ejemplo, la agnatio deja de ser el vínculo en torno al cual se aglutina la familia, en favor ahora de la cognatio, o parentesco por vía natural; por otro lado, la patria potestas es cada vez menos un poder absoluto que el pater familias ejerce sobre los descendientes para convertirse en una responsabilidad que ambos padres comparten por igual sobre los hijos, mientras son menores, y que constituye más una obligación de velar por su bienestar, que un derecho a imponer su voluntad sobre la de éstos.

En algunos aspectos, esta evolución se ha visto muy estrechamente influenciada por el cristianismo, el cual dio a las leyes cierto tono de intransigencia: el matrimonio se convierte en un vínculo indisoluble, que exige la celebración de una ceremonia religiosa (un contrato ante Dios y ante la Iglesia), lo cual implica condena de cualquier tipo de matrimonio de hecho, consolidado únicamente por la convivencia; por otro lado, se potencia la autoridad del varón, al tiempo que se fomenta la actitud sumisa en la mujer, proponiendo como modelo de comportamiento femenino la actitud virtuosa y resignada de María.

Pese a todo, muchos aspectos parecen haberse mantenido a lo largo de todos estos siglos:
- existen tres formas básicas de matrimonio social y legalmente aceptado: el religioso, el civil y el de hecho, que coincidirían básicamente con la confarreatio, la coemptio y el usus;
- existen ciertos impedimentos para su celebración: no haber alcanzado la mayoría de edad (en cuyo caso sería necesario el consentimiento paterno), tener los contrayentes un parentesco de hasta un tercer grado, o encontrarse ya casado alguno de ellos (pues en todos los casos se trata de un matrimonio monógamo);
- la propia ceremonia está con frecuencia asociada a un ritual que recuerda en cierto modo al romano: se cierra el compromiso entre ambas familias con un intercambio de regalos, el padre de la novia aporta una dote, la ceremonia se celebra ante testigos que dan fe de la unión, después de invita a los asistentes a un banquete nupcial y finalmente el marido traspone el umbral de la casa llevando a la esposa en brazos;
- hasta hace no mucho, el matrimonio establecía una relación de dependencia de la mujer con respecto al marido, que limitaba en aquélla la capacidad de tomar decisiones (fuera del ámbito doméstico);
- existe la posibilidad de disolverlo por la misma vía que se inició: la anulación mediante la ley canónica, el divorcio mediante la ley civil o la separación de hecho.

En efecto, la tendencia al laicismo experimentada por la sociedad en el siglo XX ha devuelto al Derecho de familia aspectos que se encontraban originariamente en el Derecho romano: el matrimonio civil, el reconocimiento legal de las parejas de hecho, el divorcio, etc. No obstante, a pesar de estos ecos que inequívocamente nos reafirman en una base latina en nuestro Derecho de familia, el propio concepto de familia no ha dejado de cambiar, abriéndose continuamente, a pesar de las reticencias por parte de los sectores más conservadores de la sociedad, nuevas perspectivas: el matrimonio homosexual, la adopción por parte de personas solteras, la inseminación artificial, etc. serán factores que contribuyen a configurar un polifacético concepto de familia, muy diferente del que se contemplaba en el Derecho romano, pero sin duda también muy diferente del que se concebía hace apenas cuatro décadas.


El Derecho de familia en la actualidad

En la actualidad, el Derecho de familia constituye una rama del Derecho civil, y comprende las normas e instituciones jurídicas que regulan las relaciones personales y patrimoniales de los integrantes de la familia. Estas relaciones se originan a partir del matrimonio y del parentesco, es decir, a través del vínculo que en la antigua Roma se denominaba cognatio, que se establecen entre los cónyuges, y entre éstos y sus descendientes.

El matrimonio, tal y como en Derecho actual se contempla, sería la unión de dos personas que tiene por finalidad constituir una familia; se trata de una institución social que crea entre sus miembros un vínculo conyugal, socialmente reconocido, ya sea por disposición jurídica o por la vía del uso.

Establece una serie de derechos y obligaciones entre los cónyuges, y entre éstos y sus hijos, tanto naturales como adoptados, pero en cualquier caso legítimos. Entre los deberes estarían el de vivir juntos, guardarse fidelidad, apoyarse mutuamente, contribuir al sostenimiento de las cargas familiares, asumir las tareas de gobierno doméstico, ejercer por igual la patria potestad sobre los hijos, etc.

El régimen económico matrimonial regula la relación económica existente entre los cónyuges, y tiene importancia en el momento de verse en la necesidad de que proceder al reparto de bienes, bien debido a la transmisión patrimonial por herencia, bien por causa de divorcio, si llegara el caso. Lo más frecuente es que el régimen por defecto sea el de sociedad de gananciales, aunque en algunos lugares, como en Cataluña y Baleares, está establecido que por defecto sea el de separación de bienes; no obstante, los cónyuges pueden optar por cambiarlo si lo consideran conveniente.

Igual que sucedía en la antigua Roma, en la actualidad el matrimonio no constituye ya un vínculo indisoluble:
- la nulidad matrimonial supone la invalidación de un matrimonio por la existencia de un defecto en su celebración; es la única fórmula que admite la Iglesia para disolver un matrimonio religioso;
- la separación supone que el matrimonio continúa existiendo provisionalmente, aunque no hay obligación de convivir; se reparten los bienes, pero se mantienen los derechos y obligaciones comunes con respecto a los hijos;
- el divorcio es la disolución definitiva del matrimonio, y puede producirse de mutuo acuerdo o a petición de una de las partes.

Aparte del matrimonio, el otro vínculo que se produce en el seno de la familia es el de la filiación. Ésta consiste en la relación jurídica entre al menos dos personas, según la cual una es descendiente de la otra, sea por hecho natural (nacimiento) o por acto jurídico (adopción, reconocimiento de paternidad o sentencia judicial). La filiación es, pues, la relación jurídica existente entre padres e hijos (sean estos naturales o adoptados, legítimos o ilegítimos).

Algunos de los efectos legales a que da lugar la filiación son los siguientes:
- origina la patria potestad: conjunto de derechos y obligaciones que contraen los padres hacia sus hijos, mientras son éstos menores de edad o están incapacitados; tienen siempre como interés primordial el beneficio de los hijos, y entre ellos se encuentran el cuidado en general, la educación, el mantenimiento alimenticio, el sostenimiento económico, la custodia de su patrimonio, etc.
- establece la designación del hijo como heredero legal prioritario de sus padres;
- determina los apellidos del hijo; en el caso de los romanos, sólo el nomen guardaba relación con la gens o familia, pues el praenomen era el nombre de pila de la persona y el cognomen, que iba en tercer lugar, constituía una suerte de apodo, que podía designar su posición dentro del grupo de hermanos, o cualquier otro suceso relacionado con su nacimiento;
- en derecho penal, puede atenuar o agravar la punibilidad de un delito.



El cambiante concepto de familia

El concepto de familia ha evolucionado mucho a lo largo de los siglos. Pero el cambio experimentado en las últimas décadas ha sido vertiginoso: de la familia patriarcal, caracterizada por una autoridad absoluta del padre sobre los restantes miembros, hemos pasado a la familia democrática, en la que las mujeres han adquirido los mismos derechos legales por lo que a autoridad doméstica y patria potestad se refiere, y en la actualidad nos encontramos en el proceso hacia la familia igualitaria, en la que la igualdad de derechos y obligaciones entre los dos miembros de la pareja trasciende lo meramente legal, y pasa a suponer un reparto efectivo de responsabilidades domésticas y familiares.

Es evidente que los cambios sociales, científicos, culturales y económicos han ido transformando el concepto de familia, de manera que la idea tradicional cada vez responde menos a la realidad.

La secularización ha dado lugar a un modo de vida que ha influido decisivamente en la propia constitución interna de la familia: los métodos anticonceptivos y la fecundación in vitro han hecho que ni el matrimonio sea un vínculo creado con el fin de procrear, ni los hijos vengan al mundo descendientes de una relación de pareja, de manera que ya no resulta extraño encontrar tanto familias constituidas por un matrimonio sin hijos, como familias monoparentales constituidas por un solo miembro con hijos (no necesariamente procedentes éstas de una situación de viudedad o divorcio).

El fenómeno de la adopción, que se ha visto considerablemente incrementado en los últimos años, ha dado lugar a familias en las que el parentesco entre hermanos no tiene por qué ser necesariamente de consanguinidad, ya que a los hijos naturales, si es que los había con antelación, vienen a sumarse los adoptados, en igualdad de condiciones jurídicas.

Por otro lado, con la legalización del divorcio en 1981, el fin de la indisolubilidad del matrimonio ha dado lugar a una disgregación de los núcleos familiares en familias monoparentales, que en ocasiones se reagrupan en nuevos núcleos, de forma diversa: una persona divorciada con hijos puede contraer matrimonio otra vez, y puede que incluso su pareja también tenga hijos y los aporte al nuevo núcleo familiar. El resultado de todo esto es que las relaciones entre padres e hijos, así como las relaciones entre hermanos, ya no tienen por qué ser necesariamente de consanguinidad.

En otro orden de cosas, la incorporación de la mujer al mercado de trabajo, como resultado de la reivindicación de un derecho social y personal, está colocando a los dos miembros de la pareja en una situación de igualdad por lo que respecta a la autoridad parental y a las responsabilidades domésticas se refiere. Con frecuencia, el trabajo de alguno de los dos miembros fuera de la población de residencia hace que tengan que vivir temporalmente separados, sin que eso signifique la disgregación del núcleo familiar.

En cierto modo guardando relación con esta incorporación de la mujer al mundo laboral, se ha producido una imposibilidad de atender a los mayores en el ámbito doméstico, lo que ha hecho que éstos se vean desplazados a residencias geriátricas, de manera que cada vez resulta más infrecuente que bajo un mismo techo convivan más de dos generaciones de una misma familia.

Los hijos mayores de edad tardan cada vez más en abandonar la casa paterna y formar familia propia, y aunque la obligación de protección legal deja de ser tan rigurosa, sí existe una obligación moral de continuar con su cuidado, su educación y su mantenimiento económico.

Por último, el encarecimiento sufrido por el precio de la vivienda en los últimos años ha reunido bajo el mismo techo a personas sin relación de consanguinidad, que son sencillamente compañeros de piso con intereses vitales comunes. Este fenómeno se ha producido especialmente entre los inmigrantes.


Así las cosas, ¿qué se entiende por familia hoy? Existe al respecto un vivo debate entre conservadores, que pretenden mantener a toda costa el concepto tradicional, y renovadores, que intentan que éste evolucione con la realidad a la que hace referencia y se ajuste a la situación actual.

Pero el legislador debe proteger al ciudadano, cualquiera que sea su situación, y garantizar el ejercicio de sus derechos en condiciones de igualdad. Y así, el registro de parejas de hecho, con el fin de asegurar la protección social, económica y jurídica de las parejas formadas al margen del matrimonio, ha reconocido a éstas la misma validez legal que al matrimonio civil, con los derechos hereditarios y de adopción que ello comporta, y ha albergado bajo la misma consideración a parejas de homosexuales y lesbianas que constituían parejas de hecho.

En un paso adelante, el controvertido reconocimiento del matrimonio como la unión de dos personas, en aplicación del precepto constitucional de igualdad ante a ley, sin discriminación alguna, ha permitido recoger bajo este concepto la unión de dos hombres o de dos mujeres.

Por tanto, y a modo de síntesis, en la actualidad la familia puede ser definida como el conjunto de personas unidas por algún tipo de vínculo afectivo, que conviven bajo el mismo techo con cierto ánimo de permanencia en el tiempo. Así, podría decirse que este concepto tiende a recoger una situación que trasciende el simple parentesco por consanguinidad, y que, por tanto, paradójicamente, se acerca (salvando las distancias impuestas por veinticinco siglos de transformaciones sociales) al modo de concebirlo que tenía el Derecho romano.

Sísifo, el héroe absurdo. (El mito de Sísifo. Albert Camus)

Camus y su época

El paso del siglo XIX al XX trae consigo un agitado ambiente político y social a nivel internacional: rivalidades entre las sociedades industrializadas, que desembocan en la Primera Guerra Mundial; depredadoras proyecciones colonialistas; lucha popular contra el poder establecido, que halla su máxima expresión en la Revolución rusa...

Los esquemas económicos y sociales habían cambiado radicalmente a partir de la revolución industrial; pero ahora, con la entrada de los Estados Unidos en el círculo del poder mundial, el auge de la civilización occidental comienza a imponer el paradigma capitalista en el resto del mundo, y el colonialismo, más que un sentido político, adquiere un sentido económico y cultural.

También se produce un giro en el pensamiento: frente a la pasión romántica, se impone la razón; frente al determinismo que regía el destino humano, el psicoanálisis pone de relieve los impulsos inconscientes de la mente; frente a los valores morales absolutos, adquiere mayor relevancia la conciencia de libertad individual del hombre; frente a la creencia en un dios todopoderoso y protector, cunde la falta de fe y la sensación de desamparo en esta vida... Así, el hombre se siente dueño de su conducta y responsable de sus actos, con toda la angustia y el miedo al fracaso que eso conlleva.

Camus nace en Mondovi (Argelia) en 1913. Durante toda su vida desarrolla una actitud comprometida: milita primero en el Partido Comunista y se integra después en el movimiento libertario, apoyando activamente revueltas obreras como la de Alemania Oriental, en 1953, o la de Poznan (Polonia), en 1956.

Alterna las colaboraciones en el diario Paris-Soir y en la prensa libertaria con su actividad literaria. La temática de sus obras gira en torno al desajuste entre el hombre y su mundo, que le impide a aquél alcanzar la felicidad, especialmente cuando toma conciencia de la absurda relación que se establece con su entorno vital. En El extranjero, Meursault, incapaz de participar de las pasiones de los hombres, vive su propia desgracia desde la más absoluta indiferencia, y a pesar de sentirse inocente del crimen del que se le acusa, se muestra pasivo: ni se rebela, ni se arrepiente. Su otra novela, La peste, narra con un sentido metafórico una historia en la que la solidaridad, la honestidad y otros valores morales se ponen a prueba entre los habitantes de una ciudad cuando ésta se ve asolada por una epidemia. Su obra teatral El malentendido pone de relieve el modo en que el destino rige la vida de los hombres y los conduce a un desenlace trágico. El hombre rebelde constituye un ensayo sobre los motivos del hombre para rebelarse contra los principios pretendidamente superiores.

En 1957 recibe el premio Nobel por “el conjunto de una obra que pone de relieve los problemas que se plantean en la conciencia de los hombres de hoy”. En efecto, el contenido de su obra, considerada en conjunto, recoge lo que se ha dado en denominar “filosofía del absurdo”. No obstante, la forma de pensamiento de Camus no puede considerarse ni una doctrina ni una filosofía, ya que él mismo rechazaba la fe en los valores absolutos, tales como Dios, la Historia o la Razón, por considerarlos abstracciones que alejan al hombre de lo humano, y por tanto no se inscribía en corrientes como el cristianismo, el marxismo o el racionalismo hegeliano. El sentimiento del absurdo no es, pues, una ideología, sino una toma de conciencia de la condición trágica del hombre, que se encuentra implícita en su propia esencia, y por tanto una actitud vital ante tal realidad.

Camus muere en Le Petit Villeblin (Francia), en 1960.


El absurdo

A principios del siglo XX, el pesimismo se apodera del hombre, que deja de sentirse conforme con su vida y con el mundo irracional en el que habita: la existencia entraña un continuo sufrimiento y carece en sí misma de sentido, pues al final la muerte acaba con todo. Así las cosas, y ante la imposibilidad de luchar contra su destino trágico, el hombre empieza a plantearse si vale la pena vivir.

En El mito de Sísifo, Camus propone una respuesta a esta cuestión apoyándose en el mito de Sísifo: la imagen de éste empujando ladera arriba una roca que rodará ladera abajo para que él la vuelva a subir hasta la cima… eternamente, constituye una metáfora del trabajo alienador, el esfuerzo inútil y sin sentido al que el hombre actual está sometido cotidianamente y del que no podría escapar sino a través del suicidio. La vida en sí misma es una tragedia para el hombre, ya que el mundo que le rodea resulta absurdo y al final lo único que le espera es la muerte; para colmo no existe un dios que pueda guiarle o reconfortarle, por lo que él se siente responsable, incluso culpable, de su situación. En este sentido es en el que, a falta de defensa psicológica, el suicidio podría suponer una liberación, pues pondría fin al absurdo; no obstante, la reflexión final de Camus, “Hay que imaginarse a Sísifo dichoso”, abre otra alternativa.

El absurdo es una realidad consustancial a la vida humana, está ligado a su ser en cuanto que existe necesariamente en el mundo: se inserta en su vida y se manifiesta en cada uno de sus actos. Cualquier cosa que haga el hombre carece de sentido, pues la muerte acecha en cualquier paso.

La felicidad no puede encontrarse, por tanto, en la esperanza; podría residir en todo caso en el desconocimiento. Sin embargo, desde el momento en que comprende que su vida carece de un sentido transcendente, desde el momento en que el hombre toma conciencia de lo absurdo de su relación con el mundo y, aun sabiéndose limitado para cambiarla, adopta una postura vital ante ella, se hace dueño de su destino, pues está en su mano poner fin a su existencia. Así, la falta de esperanza por saberse preso en un mundo absurdo no le lleva a la desesperación, sino a formar parte activa de ese absurdo y a encontrar la felicidad en sus inútiles actos.

Sísifo resulta, pues, ser un héroe absurdo, al que la vida ha colocado en una situación irracional, con la que en principio no se identifica, pero en la que finalmente termina por participar, hasta el punto de llegar a alcanzar la felicidad.


La tragedia de Sísifo

Según la tradición griega, Sísifo, hijo de Eolo y Enarete, fue fundador y rey de Éfira (la antigua Corinto). El rasgo primordial de su carácter es su astucia, envanecido de la cual se atreve a desafiar a los dioses.
No está muy claro cuál fue el hecho concreto que motivó su castigo, pues las fuentes literarias hacen referencia a diferentes episodios:
- Egina, hija de Asopo, había sido raptada por Zeus transformado en águila; Sísifo reveló al padre el paradero de su hija a cambio de que hiciera fluir un río en Corinto, y éste creó el manantial de Pirene.
- Tal indiscreción no fue perdonada por Zeus, que envió a Hades a que lo encadenara y lo arrastrara a los infiernos. Sin embargo, Sísifo, con engaños, consiguió encadenarle a él y se libró momentáneamente del castigo.
- Ares fue entonces el encargado de llevarle al Tártaro, pero también a él le engañó: le dijo que su mujer no había tenido tiempo de enterrarle y honrarle como mandaba la tradición, y le pidió volver a la tierra, con el compromiso de regresar al día siguiente. Naturalmente, no cumplió su compromiso.
Sea como fuere, que bien puede ser que todas estas cosas sucedieran y concurrieran para motivar la ira de los dioses, lo cierto es que Sísifo fue conducido por Hermes a los infiernos, y castigado a empujar ladera arriba una gran roca, que al llegar a la cima volvía a caer rodando hasta la llanura, para que él la empujara de nuevo ladera arriba… y así una y otra vez.

Al margen de los remotos orígenes tradicionales, el origen literario del mito de Sísifo está en los versos 593 a 600 del Canto XI de la Odisea. Homero narra cómo Ulises describe en el palacio de Alcino todo lo que presenció durante su estancia en el reino de los muertos, y se refiere al tormento de Sísifo de este modo:

Después vi a Sísifo padeciendo también los más crueles tormentos, pues con los dos brazos hacía rodar una enorme piedra: ejerciendo fuerza con manos y pies, empujaba la piedra hacia lo alto de la montaña, pero cuando estaba a punto de alcanzar la cima, una fuerza superior la rechazaba, y entonces la piedra por su propio peso volvía a rodar hasta la llanura. Entonces Sísifo comenzaba de nuevo a empujar la piedra con esfuerzo, y el sudor corría por sus miembros y un vapor espeso subía de su cabeza.


También Virgilio, en el libro VI de la Eneida (versos 607-619), nos describe la visión del Averno, y uno de los castigos a que son sometidos los condenados recuerda al de Sísifo:

Aquí los que odiaron a sus hermanos mientras vivían,
o pegaron a su padre y engaños urdieron a sus clientes,
o quienes tras encontrar un tesoro lo guardaron para ellos
y no dieron parte a los suyos (éste es el grupo mayor),
y los muertos por adulterio, y quienes armas siguieron
impías sin miedo a engañar a las diestras de sus señores,
aquí encerrados aguardan su castigo. No trates de saber
qué castigo o qué forma o fortuna sepultó a estos hombres.
Unos hacen rodar un enorme peñasco y de los radios de las ruedas
cuelgan encadenados; sentado está y lo estará para siempre
Teseo, desgraciado, y el misérrimo Flegias a todos
advierte y a grandes voces avisa por las sombras:
“Aprended advertidos la justicia y a no despreciar a los dioses”.

Aluden asimismo a él, directa o indirectamente, como una mera referencia genealógica o topográfica, otros autores clásicos:

- Eurípides, en Ifigenia en Áulide (versos 513-525), identifica a Sísifo con el padre de Ulises, de lo que se deduce que éste habría heredado de aquél su astucia.

MENELAO: ¿Cómo? ¿Pero quién te va a forzar a matarla?
AGAMENÓN: Toda la concurrencia del ejercito de los Aqueos.
MENELAO: No, si la envías de nuevo regreso a Argos.
AGAMENÓN: Esto podría ocultarlo, pero aquello no conseguiremos ocultarlo.
MENELAO: ¿El qué? No hay que temer en exceso a la multitud.
AGAMENÓN: Calcante revelará al ejército argivo los oráculos.
MENELAO: No, siempre que muera antes, y eso es fácil de llevar a cabo.
AGAMENÓN: Ambiciosos y perversos los adivinos todos.
MENELAO: No son ni útiles ni inútiles cuando se presentan.
AGAMENÓN: ¿Y no tienes miedo de lo que me acaba de venir a la mente?
MENELAO: Si no me lo dices, ¿como voy a interpretar tus palabras en ese sentido?
AGAMENÓN: El hijo de Sísifo conoce todos estos planes.
MENELAO: No es Odiseo lo que a ti y a mí nos va hacer daño.

- Sobre el origen genealógico del personaje y el castigo al que fue condenado también nos habla Apolodoro en su Biblioteca:

Eolo, que reinó en región cercana de Tesalia, denominó eolios a los suyos; y casado con Enárete, hija de Deímaco, tuvo siete hijos: Creteo, Sísifo, Atamante, Salmoneo, Deyón, Magnes y Perieres, y cinco hijas: Cánace, Alcíone, Pisídice, Cálice y Perímede. (…) Sísifo, hijo de Eolo, fundó Éfira, ahora llamada Corinto, y se casó con Mérope, hija de Atlante. De ellos nació Glauco, quien engendró en Eurímides a Belerofontes, el cual mató a la ignífera Quimera. Sísifo, en el Hades, fue condenado a voltear con manos y cabeza una piedra queriendo elevarla, pero ésta, aunque impulsada por él, retrocedía. Sufre este castigo a causa de Egina, hija de Asopo, pues se dice que cuando Zeus la raptó, Sísifo se lo reveló a su padre, que la andaba buscando.

Ya en nuestro tiempo, Robert Graves ha llevado a cabo una actualización del mito, poniendo de relieve por un lado la astucia de Sísifo, al engañar por dos veces a los dioses del Tártaro, y por otro lado su generosidad, al considerar que el castigo que le había sido impuesto por su indiscreción al revelar a Asopo el paradero de Egina, estaba compensado con el pago que obtuvo de él: la creación de un manantial que proveyera de agua a los habitantes de Corinto.


De la tragedia al absurdo

La tragedia griega plantea una situación que supera al hombre, que le sume en la más profunda desgracia, especialmente cuando toma conciencia de ella, cuando sabe que tiene que vivir con ella.

En la tragedia, son los dioses los que deciden la suerte de los hombres, y por tanto los responsables. En el pensamiento del siglo XX, en cambio, después de siglos de lucha, el hombre ha alcanzado la libertad, la capacidad de regir su propio destino, y ya no cabe responsabilizar a un dios todopoderoso, ni siquiera es posible refugiarse en un dios que le proteja del mundo, ni buscar consuelo en un dios paternal que le ayude a sobrellevar la carga de una vida sin sentido.

El hombre del siglo XX no termina de encontrar su lugar en el mundo, está como desubicado, viviendo todos los días una vida que siente que no le corresponde. Y desde el momento en que toma conciencia de ello, y comprende que no puede hacer nada por salir de ese absurdo círculo vital, es cuando se asemeja al personaje de la tragedia griega (con la diferencia de que al menos éste podía acudir a la inescrutable voluntad divina para explicar su situación). Y así, al ver al hombre moderno inmerso en su rutina, no resulta difícil identificarlo con aquel Sísifo condenado a empujar ladera arriba la gran roca que, irremediablemente, él lo sabe, caerá ladera abajo en el momento de alcanzar la cima, para que él tenga que volver a empujarla ladera arriba.

Empleando el término en un sentido coloquial, nada filosófico, podríamos preguntarnos si hay algo más absurdo que un trabajo como este, y sin duda así lo debieron de entender aquellos dioses cuando lo eligieron como el peor de los castigos. Sin embargo, Camus propone superar ese concepto de lo absurdo como una conclusión, como un callejón sin salida, y adentrarnos en él como un punto de partida desde el que comenzar a interpretar la realidad que nos rodea y sobre el que edificar la vida cotidiana.


El mito de Sísifo como expresión de la teoría del absurdo

Inspirándose en la figura de Sísifo, a quien los dioses han condenado a realizar eternamente un trabajo carente de sentido, Camus teoriza sobre el absurdo:

- el mundo está deshumanizado, de lo que se deduce que la relación entre el hombre y el mundo en el que vive es absurda;
- el hombre consume su vida desarrollando continuamente un esfuerzo inútil, pues, haga lo que haga, al final la muerte lo aniquila todo;
- cuando toma conciencia de esa falta de integración en el mundo y de que el trabajo que realiza carece de sentido, se da cuenta de su tragedia y se sume en la más profunda desgracia;
- ante la imposibilidad de alcanzar la felicidad, no le queda más salida que el suicidio, la renuncia a vivir;
- sin embargo, desde la conciencia de la intranscendencia de su vida y de la inutilidad de sus acciones, el hombre absurdo no se resigna, y alcanza a actuar tomando la decisión de formar parte activa de ese absurdo en el que está inmerso; y así, si la tragedia de tener que vivir una vida sin sentido le abocaba al suicidio, él, dueño de sus actos, es capaz de asumirla y decide seguir viviendo.

El ensayo comienza con Un razonamiento absurdo. Para Camus, la cuestión fundamental que debe plantearse el hombre es si vale la pena o no vivir la vida.

Desde luego, vivir no resulta fácil en un mundo tan ajeno, tan extraño, tan hostil para el hombre; cuando éste es consciente de lo desgraciado de una existencia sin sentido, en la que no es posible alcanzar la felicidad, lo más coherente parece ser poner fin a la vida. Quienes optan por el suicidio son aquellos que, después de reflexionar sobre su situación, llegan a la conclusión de que no merece la pena vivir, o bien, sencillamente, no comprenden el sentido de la vida; sin embargo, el hecho de que alguien entienda y sienta que no vale la pena vivir no implican que la vida no tenga sentido, y del mismo modo el hecho de no encontrar sentido a la vida no impone tener que renunciar a ella, aunque esta sea en principio la postura más coherente.

A lo largo de toda su vida, el hombre puede seguir pensando que la realidad que le rodea es ese mundo antropoformizado que él se ha creado, o que ha interpretado según sus propios intereses, o bien cerrar los ojos, evadirse, y mantener en todo caso la esperanza de que el mañana será mejor que el presente. Sin embargo, el absurdo se encuentra en todas partes, en la propia esencia del hombre, desajustado en el fondo del mundo que le rodea, con lo que en cualquier momento uno termina por verlo, se da cuenta de la realidad y comienza a reflexionar sobre ella, comprendiendo (de acuerdo con Jaspers, Kierkegaard o Husserl) que ésta es la que es, y que el mañana no la mejorará; que en todo caso la empeorará, pues podrá llegarnos la muerte sin que hayamos alcanzado nuestras metas o reduciendo a la nada nuestros logros. Cuando uno toma conciencia del absurdo, no hay más alternativa que continuar inmerso en la rutina (pero ya no será posible hacerlo desde el desconocimiento, desde la evasión, pues la conciencia le habrá abierto los ojos a su trágica realidad y le hará inevitablemente desgraciado). Continuar, o suicidarse, porque esta última parece, en efecto, la única salida lógica para el hombre racional: uno no puede vivir en un mundo que no comprende, y lo más coherente es abandonarlo.

Sin embargo, no es posible explicar la realidad en su totalidad a través de la razón, y existe una salida alternativa, diferente de la resignación o el abandono: tomar conciencia del absurdo que rige la relación entre el mundo y el hombre, asumir el desajuste entre ambos y admitir que la existencia no tiene un sentido más allá de la realidad presente y concreta. Según esto, la coherencia no estaría en acercarse al borde, ver el precipicio y dar el salto, sino en saber mantenerse en ese borde vertiginoso. Cuando uno toma conciencia de sí mismo y de sus limitaciones, y del mundo y de las que le son propias, y entiende que no puede comprender su existencia en el mundo porque en el fondo ésta no tiene un sentido transcendente, asimila el absurdo. Y desde esa conciencia del absurdo, ejerce su libertad de continuar o no con su vida: acabar con ella es rendirse, renunciar, claudicar, mientras que seguir viviendo es aceptar día a día el desafío de mantener el absurdo, de formar parte de él, no desde la aceptación resignada, sino desde el ejercicio activo de la toma de decisiones. La conciencia del absurdo libera al hombre del peso de la responsabilidad, ya que, como ser limitado, sabe que sus actos no tienen un sentido transcendente, una dimensión futura, sino que tienen un valor inmanente, en esta sucesión de experiencias presentes que es la vida.

El hombre absurdo, al que Camus dedica la segunda parte del ensayo, es, por tanto, aquel que, reconociéndose limitado, actúa en libertad; es consciente de que sus actos no tienen transcendencia futura y las cosas que hace no las hace pensando en el porvenir; se siente, pues, responsable, pero no culpable de sus decisiones.

Ejemplos de hombres absurdos serían el donjuán, el actor de teatro y el conquistador. El concepto del amor del primero, entendido como una sucesión de experiencias sin proyección en el futuro, nos ofrece un modelo de cómo debe considerarse la propia existencia. El actor intentar dar lo mejor de sí sobre un escenario, aunque sepa que su actuación se ve limitada a un breve período de tiempo y que, una vez concluida, no ha de quedar nada de ella. Por último, el conquistador opta por el camino de la acción, en lugar del de la contemplación, aunque desconozca si tendrá o no porvenir, y aunque sepa que su empresa lleva implícito un riesgo de muerte y por tanto existe la posibilidad de no alcanzar su meta.

También la creación puede ser absurda: desde la creación concreta de cualquier obra literaria, hasta esta creación infinita de la que forman parte el mundo y el hombre. La creación absurda, a la que se dedica la tercera sección del ensayo, plantea la posibilidad de configurar un universo, con sus personajes, sus normas, sus acciones… pero que no entraña una finalidad en sí mismo, que carece de sentido y no tiene transcendencia.

Por último El mito de Sísifo encierra una metáfora que, mediante la imagen del personaje empujando ladera arriba la gran roca, consciente de que, ineludiblemente, ésta rodará ladera abajo para que él vuelva a empujarla otra vez hasta la cima, contribuye a ilustrar visualmente la vida del hombre absurdo, condenado a realizar indefinidamente un trabajo que carece de sentido, y del que, a pesar de no alcanzar a comprenderlo, el decide formar parte activa.

Al acudir a un mito griego para sintetizar las conclusiones de su ensayo, Camus confiere a éste una dimensión ultracultural: de algún modo, pone de manifiesto con ello que la teoría filosófica desarrollada en las páginas precedentes hunde sus raíces en los orígenes remotos del pensamiento clásico, aquellos en los que, en definitiva, se inspira el modo de vida y el pensamiento actual.


Sísifo, el héroe absurdo

“Los dioses habían condenado a Sísifo a subir sin cesar una roca hasta la cima de una montaña, desde donde la piedra volvería a caer por su propio peso”.

De este modo comienza el capítulo que culmina el ensayo. A través de la referencia a este mito, Camus sintetiza todo lo expuesto: la imagen de Sísifo realizando eternamente un trabajo sin sentido puede interpretarse como una expresión del absurdo vital que preside la relación cotidiana del hombre con el mundo, a la que se ve sometido, no ya por imposición de los dioses, sino por exigencias de su propia existencia. Y añade:

“Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza”.

En efecto, según la traición mítica, la actividad de Sísifo había sido concebida por los dioses como una condena, un terrible castigo a su soberbia, a su intento de burlar la voluntad divina. Como ha quedado ya señalado, distintas fueron las causas que pudieron motivarlo. Lo que cabe considerar ahora es si finalmente el pretendido castigo fue tal.

La premisa de la que se parte es la de que no hay peor tragedia para el hombre que verse sometido por tiempo indefinido a una vida que carece de sentido para él y de la que no tiene esperanza de salir. Ese desajuste entre el hombre y su mundo que refleja el mito de Sísifo, empujando ladera arriba una y otra vez la pesada roca, es el mismo que encontramos en el hombre moderno: “Levantarse, coger el tranvía, cuatro horas de oficina o de fábrica, la comida, el tranvía, cuatro horas de trabajo, la cena, el sueño… y lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado con el mismo ritmo”. Es fácil no encontrar sentido a una vida semejante; si acaso se puede albergar la esperanza de que al día siguiente, o en un futuro más o menos cercano, la situación cambie, y en esta espera ir soportando la existencia dentro de ese mundo extraño, ajeno.

Una vez planteado el tema, Camus se introduce en él a través de un triple movimiento, como si de un acercamiento de cámara cinematográfica se tratara.

Primero nos presenta la realidad objetiva, como si la contempláramos a cierta distancia:

“Lo único que se ve es todo el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y ayudarla a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de arcilla, de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta”.

A continuación, el punto de vista se coloca en la misma posición de Sísifo, el cual

“ve entonces cómo la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior, desde el que habrá de volver a subirla hasta las cimas y bajar de nuevo a la llanura”.

Sísifo contempla con indiferencia la realidad: sabía lo que iba a suceder, porque hasta el momento siempre ha sido así, y aunque la realidad puede cambiar, no le sorprenderá que ésta se repita, una y otra vez... Y de este modo, se encamina ladera abajo hasta la llanura para volver a empujar su piedra.

En un tercer plano, la introspección se hace más profunda y penetramos en la mente de Sísifo:

“Esta hora, que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses es superior a su destino. Es más fuerte que su roca. Si este mito es trágico, lo es porque su protagonista tiene conciencia”.

Sísifo conoce la realidad, lo cual no significa que la acepte pasivamente, con sumisión: al contrario, él sabe que la piedra rueda ladera abajo, no porque los dioses lo hayan decidido así, sino sobre todo porque él la ha subido hasta la cima; él es, pues, el responsable, y por tanto forma parte activa de esa realidad absurda. Y en esta conciencia es donde reside precisamente su tragedia: si al menos empujara la piedra pensando cada vez en la posibilidad de que ésta pudiera quedarse en la cima, albergaría una esperanza en su esfuerzo una y otra vez repetido. Pero entonces verla caer le llevaría a la desesperación. Por el contrario, él sabe que su esfuerzo no tiene sentido y subir la roca no es para él un propósito, sino simplemente un trabajo en sí, desprovisto de una finalidad específica; y eso, lejos de llevarle a la desesperación, le hace más fuerte, como la roca que empuja.

Esta es la tragedia del obrero actual: puede realizar todos los días el mismo trabajo, intentando darle un sentido a su monótona tarea, a menudo con la esperanza de que su situación vital mejore; pero cuando toma conciencia de que su vida será siempre igual, y de que en todo caso lo que en el futuro le espera es la muerte, se sume en la desesperación. “Comenzar a pensar es comenzar a estar minado”, dice Camus en otra parte del ensayo.

El problema, pues, aparece en el momento en que el hombre empieza a reflexionar sobre su existencia:

“Las verdades aplastantes perecen de ser reconocidas. Así, Edipo obedece primeramente al destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el momento en que sabe”.

Edipo, ciego durante toda su vida a la realidad trágica que le rodeaba, se sentía feliz; sin embargo, cuando descubre la verdad, toma conciencia de la tragedia que él mismo ha originado y de la que no puede escapar, y opta por mutilarse los ojos para no verla. Pero su desgracia va más allá de lo que puede contemplarse con la vista.

“Sigo imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo”.

Sin duda, en esos momentos de reflexión el hombre se atormenta preguntándose las causas que le han conducido a la situación en la que se encuentra. Y puede hallar respuestas, o no. En el caso de Sísifo,

“Difieren las opiniones sobre los motivos que le llevaron a convertirse en el trabajador inútil de los infiernos. Se le reprocha, ante todo, alguna ligereza con los dioses. (…) Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser se dedica a no acabar nada”.

En efecto, es posible que las primeras veces que bajara en busca de su roca, después de verla con desesperación rodar de nuevo hasta la llanura, reflexionara sobre su vida, y por su mente desfilaran aquellos actos que pudieran haber motivado su condena eterna: ¿Cuál fue la causa? ¿Acaso lo fue el hecho de delatar a Júpiter, raptor de Egina? ¿O el hecho de burlarse de Hades, encadenándolo? ¿Acaso lo fue el intento de engañar a Ares, con el fin de eludir la muerte? ¿O acaso lo fueron los tres actos de soberbia juntos?

“Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la felicidad se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La inmensa angustia es demasiado pesada para poder sobrellevarla. Son nuestras noches de Getsemaní”.

Probablemente, en los primeros momentos de su condena, el corazón de Sísifo se debatiera íntimamente entre tres sentimientos contradictorios: puede que a veces su inclinación natural a la soberbia le llevara a enorgullecerse de haber sido útil a Corinto proporcionándoles a sus súbditos un manantial, pero también puede que a veces se arrepintiera de aquella misma inclinación y, reconociendo sus pecados, pidiera a los dioses, como cuenta Mateo que hizo Jesús la noche antes de ser crucificado, que apartaran de él aquel amargo cáliz; por otro lado, también es posible que ante lo absurdo de aquella situación, sabiéndose irremediablemente preso en un mundo que no podía comprender y al que sentía que no pertenecía, Sísifo albergara la idea de resignarse, de abandonarse a su suerte y acomodarse a aquella vida que los dioses habían decidido para él... y tal vez aquella hubiera sido la postura más coherente.

Sin embargo, no siempre es fácil encontrar una explicación a la situación en que nos encontramos: “Quiero que me sea explicado todo, o nada”, exige el hombre. Pero “este mundo, en sí mismo, no es razonable” (…) y “el espíritu despertado por esta exigencia busca y no encuentra sino contradicciones y desatinos”. La causa de esta ausencia de explicación, nos aclara Camus, reside en que tratamos de hallar el porqué del absurdo que nos rodea, y en realidad el absurdo está también en nosotros mismos: “Lo absurdo no está en el hombre (...) ni en el mundo, sino en su presencia común”, o, dicho de otro modo, en “ese divorcio entre el espíritu que desea y el mundo que decepciona”.

Pero un día (si es que en los infiernos el tiempo se cuenta por días), en alguno de aquellos atormentados descensos en busca de la pesada roca, del mismo modo en que la reflexión hizo aparecer en su corazón la conciencia plena de su tragedia, llega a su espíritu un sentimiento que terminará por superar al dolor producido por aquella sinrazón. Sísifo sabe ya que es inútil buscar una explicación a lo que carece de sentido, pero a la vez se resiste a resignarse. La postura coherente no se encuentra ni en la aceptación ni en el abandono, sino en la rebelión. Y la brasa que queda de la soberbia que movió su vida prende de nuevo en una reacción íntima de desprecio hacia quienes le han puesto en esa situación:

“La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no se venza con el desprecio. Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con alegría”.

Y, a pesar de su absurdo trabajo, o mejor dicho, gracias a su absurdo trabajo, empieza a ser feliz. En efecto,

“la dicha y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables”.

Sísifo encuentra así la alternativa coherente que le permite seguir viviendo, sin esperanza pero sin caer en la desesperación, en aquella absurda situación: asumir que el trabajo que realiza es inútil, que no tiene sentido en sí mismo, pero que en el fondo tampoco tiene por qué tenerlo. Se ha dado cuenta de que juzgar si un trabajo tiene sentido o no supone insertarlo en una escala de valores, considerar su calidad y darle transcendencia; pero un trabajo como el suyo, que se repite ilimitadamente, no puede juzgarse por la calidad, sino únicamente por la cantidad de veces que se realiza. De este modo, consigue despojar su trabajo de transcendencia y no plantearse si es bueno o malo, ni frustrarse por no encontrarle sentido: sencillamente lo realiza, una y otra vez, sin sufrir por tener que hacerlo.

Su conciencia le ha hecho comprender el verdadero papel que desempeña en esa tragedia: él es parte activa en ella, en un nivel similar al de los propios dioses que concibieron el trabajo como un castigo. Ahora, realizarlo es voluntad suya, y no de éstos, y eso le hace libre; ya no actúa conforme a lo que se le ha encomendado como castigo por toda la eternidad, sino que se limita a empujar la roca ladera arriba. Y si rueda ladera abajo, volverá a subirla a la cima. Y eso es todo. Esa falta de transcendencia, actuar sin pensar en lo que sucederá después, le da independencia (“Lo absurdo me aclara este punto: no hay mañana. Esta es en adelante la razón de mi libertad profunda”), y despojar de valoración el trabajo, no juzgar si tiene o no sentido, sino realizarlo sin más, es lo que le permite dejar de verlo como un castigo.

Los dioses habían impuesto a Sísifo un trabajo que, por lo monótono y carente de sentido, consideraban que sería una condena. Pero se equivocaban: aquel trabajo sí tenía sentido: la intención de castigar la desafiante soberbia de Sísifo. Sin embargo éste, plenamente consciente del absurdo en que se encontraba inmerso, decide dejar de ser una víctima y participar activamente en él; consigue así introducir su propia voluntad en su realización para dejar de verlo como una imposición, y además despojarle de transcendencia y quitarle la penosa consideración originaria.

“El hombre absurdo dice ‘sí’ y su esfuerzo no terminará nunca”. (…) “Sabe que es dueño de sus días. En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierte en su destino, creado por él”.

Y al ver a Sísifo descender a por su piedra, y empujarla ladera arriba con resolución, con dignidad (“Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los hombres. Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa”), consciente de que no hay ninguna razón para que no vuelva a rodar pero tampoco para que no permanezca en la cima, uno no puede menos que pensar en los obreros de Poznan, cuyo levantamiento contra los dirigentes polacos apoyó Camus.


Conclusión

“Se ha comprendido ya que Sísifo es el héroe absurdo”.

El hombre absurdo es aquel que no hace nada por lo eterno, y eso le confiere libertad; no se plantea cuestiones morales y actúa sin pensar en el futuro, como el donjuán, y vive la vida como una eterna sucesión de presentes, como el actor. Pero, sobre todo, el hombre absurdo actúa: actúa movido por un espíritu rebelde, por una capacidad de decisión de ejecutar su trabajo, a pesar de saber que éste carece de sentido, que le coloca en un nivel no inferior al de aquellos que en su momento tomaron la decisión de castigarle obligándole a realizarlo.

El ensayo se cierra con el siguiente párrafo:

“Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega la los dioses y levanta las rocas. El también juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. (…) El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso”.

Volvamos por un momento a la primera frase de este capítulo:

“Los dioses habían condenado a Sísifo a subir sin cesar una roca hasta la cima de un a montaña desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.”

y veamos ahora cómo el propio condenado, consciente de lo absurdo de la situación en la que está inmerso, y adoptando una rebelde actitud de participación en él, ha conseguido superar esa consideración de cadena perpetua de su trabajo.

Retrocedamos aún más, hasta la idea inicial del ensayo:

“No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”.

para llegar, con Camus, a la conclusión de que, por absurda que resulte la vida, siempre merece la pena vivirla.

Sísifo, habiendo despojado de sentido y de transcendencia la penosa actividad que realiza, y habiéndose igualado a través de ella a los propios dioses que se la encomendaron, es capaz de hallar en su inútil trabajo la felicidad: no se deja llevar por la esperanza, porque sabe que no hay futuro, ni por la desesperación, porque sabe que no tiene sentido; se siente libre porque decide hacerlo por su propia voluntad, y porque decide seguir viviendo. Así, el trabajo carente de sentido que hubiera sido motivo suficiente para renunciar a la vida, constituye para Sísifo la auténtica razón para seguir viviendo.

Arqueología 5. El redescubrimiento de la antigua Grecia en el siglo XVIII

En el siglo XVIII se produce en la Europa occidental la confluencia de una serie de factores sociales y culturales en torno al legado de la Grecia clásica, que contribuirán decisivamente a materializar el paso del rococó al neoclásico. El inevitable agotamiento de dicha corriente, hasta la que había derivado el sobrecargamiento barroco, dio lugar, como reacción, a una búsqueda de la sencillez y la naturalidad, y en este sentido el ejemplo más adecuado no podía encontrarse sino en la antigüedad clásica: volver la mirada hacia los orígenes, hacia los cimientos de nuestra cultura, era garantía de estar tomando como referente lo esencial, la idea, la belleza en estado puro.

Siglos atrás, ya había vuelto Europa los ojos hacia la antigüedad, y entonces fue la Roma clásica la que sirvió de espejo en el que mirarse (pues, en el fondo, el Renacimiento buscaba en ella poco más que un mero modelo estético). Pero ahora, la concepción ilustrada de la Historia concibe ésta como una evolución, un desarrollo en las civilizaciones, y no como una simple sucesión de acontecimientos. Así pues, si se pretendía buscar apoyo en los cimientos originarios, en la auténtica esencia del clasicismo, había que ir más allá de Roma, pues en cierto modo la cultura romana no había sido sino una adaptación, incluso una desvirtuación, de la griega: había que viajar a Grecia. Y no sólo en sentido metafórico; también en un sentido físico, geográfico.

En efecto, el recién despertado filohelenismo invita a no pocos arqueólogos a rescatar del olvido y la destrucción las ruinas griegas, a la sazón en manos del invasor turco. La Sociedad de Diletantes, una institución británica formada por cultos y refinados gentelmen aficionados a la arqueología, y en especial al legado clásico, financia expediciones a Grecia, como la de Nicholas Revett y Richard Chandler, y contribuye a la publicación de obras como Antigüedades de Atenas y Antigüedades de Jonia, en las que se recogen reproducciones de monumentos clásicos, con datos sobre su emplazamiento, detalles de inscripciones, etc. La difusión de estas obras por la Europa del momento constituye una aportación esencial a aquella corriente de filohelenismo.

Durante el siglo XVIII y principios del XIX, se extiende también la costumbre de realizar lo que se denominado el “grand tour”: los jóvenes de familias acomodadas inglesas realizaban un viaje al continente con el fin de culminar sus estudios con un baño de cultura clásica. Y si Roma representaba el máximo esplendor del clasicismo, Grecia constituía su esencia, su origen: allí se encontraban los escenarios en los que se habían desarrollado la Ilíada y la Odisea, y allí, en aquellos lugares y entre aquellas gentes, latía el mismo espíritu que había animado la creación de tan magníficas epopeyas. Las impresiones recogidas por estos jóvenes estudiantes, muchos de ellos petimetres pero algunos otros grandes intelectuales, resultaron sumamente valiosas para la conservación del legado helénico.

Pero sin duda el personaje que más contribuye a consolidar el ideal clásico es Johann Joachim Winckelmann (quien, paradójicamente, nunca pisó tierras griegas). Éste revoluciona el método arqueológico: atrás había quedado la simple búsqueda de objetos con un fin meramente atesorador o crematístico, que había caracterizado el procedimiento practicado por los “arqueólogos” medievales; pero ahora él consigue superar también los métodos de datación y clasificación seguidos por los anticuarios del XVII. Winckelmann crea un lenguaje para analizar las obras buscando en ellas la expresión de la belleza que encierran y la emoción que producen. Según su interpretación, en la Grecia antigua, en el marco de un clima político y cultural que promueve la libertad individual y el desarrollo del arte, la naturaleza se siente como un todo bello y armonioso, y los artistas buscan (y, para él, alcanzan) la perfección al imitar la naturaleza. En su obra La historia del arte en la antigüedad, Winckelmann propone que los artistas del momento deben imitar, ya no los modelos clásicos, como hicieron los renacentistas, sino la forma de imitar la naturaleza que practicaron los artistas griegos, buscando en ésta la belleza ideal, la esencia misma de las cosas.

A principios del siglo XIX, tiene lugar el hecho que mejor refleja la impulsiva corriente de protección del patrimonio artístico de la Grecia antigua que se había desatado durante el siglo anterior: la adquisición de los frisos del Partenón por parte del gobierno inglés para su exhibición en el Museo Británico. En la actualidad, este traslado se considera casi unánimemente como un expolio, y esta es la razón por la que no se deje de demandar su devolución. Sin embargo, en aquel momento se entendió como una necesidad de conservar un patrimonio que se estaba destruyendo: había que proteger para las generaciones futuras aquella expresión de los orígenes de la cultura europea. Y esa necesidad se confirmó cuando los turcos, que hasta entonces no había demostrado sino menosprecio por tan singulares ruinas, no tuvieron reparo en venderlas y permitir que salieran de Grecia. Los frisos del Partenón, ya instalados en el Museo Británico, se convirtieron para los estudiantes de Bellas Artes en una auténtica escuela de dibujo, lo que constituyó un elemento más para la difusión de la corriente neoclasicista por Europa.

Hemos considerado hasta aquí cómo una serie de factores tan diferentes como el “grand tour” de los estudiantes ingleses, el patrocinio de las expediciones arqueológicas por parte de la Sociedad de Diletantes, la necesidad de encontrar una alternativa al agotado rococó por vía de la sencillez y la naturalidad, los trabajos de Winckelmann e incluso el paternalista traslado de los frisos del Partenón, confluyeron en un movimiento neoclásico, y específicamente neohelénico, que hizo a Europa volver los ojos hacia la antigua Grecia. Pero eso no es todo. La culminación de esta corriente se produce cuando aquellos países europeos que habían enriquecido su bagaje cultural poniendo su mirada en la antigua civilización que había constituido su origen, ahora llevados de un impulso romántico de defensa de la libertad, convierten su filohelenismo en un programa político que identifica la Grecia actual con el espíritu griego clásico que se intentaba recuperar; y así, apoyan a Grecia en su lucha por la independencia (1821-1827) frente a la ocupación turca, considerando que, de algún modo, con ello se recuperará el espíritu de libertad que caracterizó la época de esplendor de la patria de Homero, Pericles y Fidias.

Arqueología 4. Pompeya, la ciudad resucitada

Pompeya, ciudad romana cuyos orígenes se remontan al siglo VI a. C., desparece en el año 79 de nuestra era, sepultada bajo una capa de ceniza volcánica y polvo de piedra pómez producida por la erupción de Vesubio. El lugar que ocupaba se vio convertido de pronto en un extenso páramo, lo que llevó a pensar a los contemporáneos que la ciudad había quedado arrasada y que sus habitantes, en torno a 20.000, habían perecido.
Sin embargo, aquella capa que fue el manto mortal de Pompeya, sirvió también para conservarla durante siglos, casi intacta, de manera que su descubrimiento ha venido a aportarnos la más rica información sobre el modo de vida cotidiano en la Roma del siglo I. Lo que en el ámbito de la arqueología y de la historia hasta el momento eran conjeturas, a partir de entonces comenzaron a ser certezas: en las ruinas de otras ciudades, la disposición de los cimientos o de la basa de unas columnas nos dan la idea de la distribución de una casa o de un templo, y el hueco de unas cisternas y unas piscinas nos permite ubicar el emplazamiento de unas termas; en Pompeya, sin embargo, uno puede pasearse por sus calles, caminando por el pavimento original, entre edificios, y entrar en una domus como si fuera un invitado el pater familias, y sentarse en los bancos de piedra de una taberna, como si hubiera retrocedido dos mil años, o más exactamente, como si el tiempo se hubiera detenido en esa ciudad, resucitada diecisiete siglos después de morir.
Los primeros indicios de la existencia de la Pompeya soterrada se hallaron por casualidad a finales del siglo XVI, pero las primeras excavaciones arqueológicas como tal no se llevarían a cabo hasta 1748, ordenadas por Carlos de Borbón, rey de Nápoles.
En el siglo XVIII comenzaba a perfilarse la consideración de la arqueología como ciencia, una ciencia cuyo objeto de estudio eran los vestigios materiales procedentes de la antigüedad. No obstante, la devoción que despertaban los hallazgos no era todavía plenamente científica: aún pesaba mucho el afán de posesión hacia todo aquello que pareciera un tesoro; y en cuanto a lo que resultara artístico, existía la creencia de que, puesto que en algún momento anterior había sido bello, había que restaurarlo para mejorar su estado actual, y con tan noble propósito se le intentaba quitar lo que supuestamente le sobraba y se le añadía lo que parecía faltarle.
Esta consideración de las excavaciones como yacimientos de objetos artísticos fue la que influyó de forma decisiva en la implantación del neoclasicismo. Del mismo modo que en el Renacimiento las esculturas procedentes de hallazgos casi casuales se convirtieron en objeto de colección para las familias más poderosas (que intentaban acrecentar su prestigio haciendo ostentación de su patrimonio artístico) y en fuente de inspiración para los artistas del momento, así también el descubrimiento de Pompeya y Herculano vino a sumarse en el siglo XVIII a la corriente de recuperación del arte grecorromano, caracterizado por su pureza de estilo y su sencillez formal, como reacción a la artificiosidad del Rococó. La diferencia entre el Renacimiento y el Neoclasicismo radica en que en este último no se busca ya la imitación: no se trata de ajustarse al canon clásico para crear belleza, sino de partir del espíritu clásico para reelaborarlo; naturalmente, esto produjo horrores artísticos en los que se mezclaban estilos sin criterio y se empleaban elementos grecorromanos de forma superficial.
Winckelmann, uno de los arqueólogos más influyentes del momento, aportó también a aquella corriente de neoclasicismo su visión esteticista de los vestigios de la antigüedad: éstos eran intrínsecamente bellos y como tal podían considerarse arte. Participó activamente en la recuperación de Pompeya y Herculano, y para él, sus calles, sus edificios, sus frescos... conservados en estado casi puro, eran la máxima expresión de la belleza.
El resultado es que en el siglo XVIII apenas se llevaron a cabo interpretaciones sobre la dimensión histórica de tan importante hallazgo.
La labor de recuperación realizada en Pompeya a lo largo de estos dos siglos y medio ha aportado, en cambio, una gran cantidad de información sobre la vida cotidiana en la Roma del siglo I. Los materiales descubiertos tal vez no tengan el valor artístico de otros hallazgos, pero, en su conjunto, constituyen el mayor testimonio de la cultura romana. Y es así como han de contemplarse, en su conjunto, ya que la destructora capa de ceniza conservó cada cosa en su lugar: joyas, objetos de adorno personal, armas, monedas, herramientas, utensilios domésticos e incluso alimentos, constituyen un legado cultural que, con el paso de los siglos, se habría dispersado, o más probablemente destruido. Se han encontrado también documentos que han permitido reconstruir la actividad legal y mercantil de la ciudad. Pero si algo transmite información singular es el hallazgo de los huecos dejados por los cuerpos de los pompeyanos bajo la capa solidificada de polvo de lava. Rellenando las cavidades con yeso, las figuras tridimensionales salieron a la luz: el soldado haciendo guardia, los hombres bebiendo en la taberna, la joven intentando poner a salvo sus joyas, la madre protegiendo a su hijo, el perro custodiando la casa... Con ellos, la arqueología había dejado de ser el rescate de objetos, piedras, mosaicos o frescos antiguos: ahora también era el hallazgo de personas y animales inmortalizados en el último instante de su existencia.

En conjunto, Pompeya constituye un escenario casi vivo en el que es posible recrear el ambiente de la Roma del siglo I: sus calles, sus edificios, los objetos de uso cotidiano y hasta sus propios habitantes, prodigiosamente conservados, nos aportan la más completa información sobre la cultura romana.

Arqueología 3. Los albores de la ciencia arqueológica: de los coleccionistas a los anticuarios

El fin del feudalismo que se produce en el período de transición de la Edad Media al renacimiento, y los cambios sociales y económicos que lleva aparejado, dan lugar a la aparición de una nueva clase noble, más culta y adinerada, que se funde y se confunde con una incipiente burguesía de origen comercial. Ambas intentarán encontrara algún vínculo con un pasado glorioso que les dé prestigio cultural y justifique así su reciente advenimiento a la élite, y en este sentido, el pasado antiguo resultaba más adecuado que el pasado reciente: Grecia y Roma aparecían revestidas de un esplendor del que la oscura Edad Media carecía.
Las piezas escultóricas que las excavaciones iban sacando a la luz, y que hasta entonces habían sido menospreciadas por no ajustarse a los esquemas culturales del Medievo, se convierten ahora en un referente perfecto de ese pasado de esplendor, y la actividad materialista, posesiva, acumuladora, de esos nuevos ricos hizo de ellas un objeto de deseo para sus colecciones privadas. Si atesorar obras de arte clásico es signo de poder, las principales familias de la alta sociedad italiana comienzan a rivalizar entre sí por la posesión de la colección más esplendorosa. Como, naturalmente, las obras de arte son limitadas, y sobre todo no pueden estar en dos palacios a la vez, se hacen copias a tamaño natural mediante el procedimiento del vaciado en escayola. De este modo, las obras se difunden con una extraordinaria rapidez por toda Europa, ya que tanto los monarcas como las familias principales desean poseer también colecciones que acrecienten su prestigio.
Por otro lado, los mecenas encargan a sus artistas protegidos obras que imiten tanto los temas como el estilo grecorromano; y así, en un intento de no perder el carro de la modernidad, los artistas de la época comenzaron a esculpir siguiendo los cánones clásicos, lo cual confería a aquellas antiguas piezas escultóricas que salían de debajo de la tierra un significado artístico, además del valor como símbolo de poder que sus propietarios les atribuían. De este modo, a mediados del siglo XVI ya no existía ninguna duda: lo bello era lo clásico, y por consiguiente bello era también lo moderno que seguía sus cánones.
No obstante, si bien es cierto que durante el Renacimiento se colecciona y se imita, pero no se investiga sobre aquellos restos materiales de la cultura grecorromana, no lo es menos que ya entonces había aparecido un grupo de investigadores que se dedican a desenterrar esos vestigios del pasado y a coleccionarlos, con un afán de estudiarlos, clasificarlos, reflexionar sobre ellos, darles un sentido cultural… más que con un afán meramente posesivo. Son los anticuarios: John Tradescant, John Leland o William Camden fueron los pioneros en buscar, datar, registrar, clasificar, preservar e investigar sobre los vestigios materiales procedentes de las excavaciones arqueológicas, y en darles un sentido intrínsecamente cultural, no solamente artístico y mucho menos crematístico.
Si bien la actividad de los anticuarios no puede considerarse todavía una investigación “científica”, sus estudios sobre las fuentes de la civilización occidental constituirán un referente para los historiadores de la Ilustración. En el siglo XVIII, en el entorno de las sociedades científicas se gesta un nuevo humanismo, que vuelve a centrar su interés en la cultura grecorromana, pero ya no tanto en la escultura y la arquitectura, o en las obras literarias, las cuales habían sido fuente de inspiración artística en el Renacimiento, como en aquellos otros restos materiales procedentes de las ruinas, tales como monedas, joyas, jarrones y demás objetos de uso cotidiano, carentes en principio de valor, pero que con sus inscripciones vendrán a revolucionar el método de interpretación histórica.
Hasta entonces, los historiadores habían basado su narración de los hechos en un método cronológico, inspirándose en fuentes fundamentalmente literarias: Tito Livio, Tácito, Suetonio… y sin plantearse que fuera necesario reescribir la historia, tal era la categoría de autoridad que se confería a estos autores. Los anticuarios, puestos al frente de las excavaciones arqueológicas, llevan a cabo una actividad cuasi científica de recopilación, datación, conservación e interpretación de vestigios, y abordan la historia desde un punto de vista más sistemático, relacionando objetos según el ámbito al que pertenecen: la topografía, la religión, la ley, el comercio, etc.
Este nuevo humanismo coincide con una corriente de escepticismo filosófico, el pirronismo, encabezada por Bayle y Huet, que invadió el pensamiento de la época y que se basaba en dudar sistemáticamente de todo, en tanto no se tuvieran pruebas fiables que demostraran su veracidad. Así, en lo tocante a la narración de los hechos históricos, ¿qué podían considerarse pruebas fiables: los testimonios literarios o las inscripciones, monedas y jarrones? Pues, si bien estas últimas también podían ser objeto de falsificación, los pirronianos les concedían más fiabilidad, ya que las narraciones literarias, basadas muchas veces en testimonios subjetivos, podían ser voluntaria o involuntariamente falseadas o tergiversadas.
La evidencia arqueológica comienza así a ser considerada prueba de los acontecimientos pasados, y la información aportada por los objetos de menaje, más fiable que los testimonios literarios.
No obstante, los estudios de los anticuarios, sistemáticos, casi científicos, tienen unos objetivos no muy diferentes de los de los historiadores: la búsqueda de la verdad, de manera que a la narración de los hechos se sumaron a partir de entonces los datos obtenidos de inscripciones, monedas… procedentes de excavaciones, que proporcionaban información sobre las costumbres, la religión, las leyes, el comercio… configurando, en suma, más que una narración lineal de los hechos, la descripción de una civilización.
Poco a poco, a finales del siglo XVIII, de la mano de arqueólogos como Winckelmann y Gibbon, se empieza a admitir que el método de investigación de los anticuarios no es incompatible con la reflexión filosófica sobre la historia, y que ambas disciplinas se complementan en la configuración de una civilización. Así, la incipiente arqueología se hace menos simplista, pues ya no se basa únicamente en recoger y clasificar vestigios, y la narración histórica se enriquece con aspectos que superan la mera sucesión cronológica de hechos, elaborada en base a testimonios y fuentes literarias.