Pompeya, ciudad romana cuyos orígenes se remontan al siglo VI a. C., desparece en el año 79 de nuestra era, sepultada bajo una capa de ceniza volcánica y polvo de piedra pómez producida por la erupción de Vesubio. El lugar que ocupaba se vio convertido de pronto en un extenso páramo, lo que llevó a pensar a los contemporáneos que la ciudad había quedado arrasada y que sus habitantes, en torno a 20.000, habían perecido.
Sin embargo, aquella capa que fue el manto mortal de Pompeya, sirvió también para conservarla durante siglos, casi intacta, de manera que su descubrimiento ha venido a aportarnos la más rica información sobre el modo de vida cotidiano en la Roma del siglo I. Lo que en el ámbito de la arqueología y de la historia hasta el momento eran conjeturas, a partir de entonces comenzaron a ser certezas: en las ruinas de otras ciudades, la disposición de los cimientos o de la basa de unas columnas nos dan la idea de la distribución de una casa o de un templo, y el hueco de unas cisternas y unas piscinas nos permite ubicar el emplazamiento de unas termas; en Pompeya, sin embargo, uno puede pasearse por sus calles, caminando por el pavimento original, entre edificios, y entrar en una domus como si fuera un invitado el pater familias, y sentarse en los bancos de piedra de una taberna, como si hubiera retrocedido dos mil años, o más exactamente, como si el tiempo se hubiera detenido en esa ciudad, resucitada diecisiete siglos después de morir.
Los primeros indicios de la existencia de la Pompeya soterrada se hallaron por casualidad a finales del siglo XVI, pero las primeras excavaciones arqueológicas como tal no se llevarían a cabo hasta 1748, ordenadas por Carlos de Borbón, rey de Nápoles.
En el siglo XVIII comenzaba a perfilarse la consideración de la arqueología como ciencia, una ciencia cuyo objeto de estudio eran los vestigios materiales procedentes de la antigüedad. No obstante, la devoción que despertaban los hallazgos no era todavía plenamente científica: aún pesaba mucho el afán de posesión hacia todo aquello que pareciera un tesoro; y en cuanto a lo que resultara artístico, existía la creencia de que, puesto que en algún momento anterior había sido bello, había que restaurarlo para mejorar su estado actual, y con tan noble propósito se le intentaba quitar lo que supuestamente le sobraba y se le añadía lo que parecía faltarle.
Esta consideración de las excavaciones como yacimientos de objetos artísticos fue la que influyó de forma decisiva en la implantación del neoclasicismo. Del mismo modo que en el Renacimiento las esculturas procedentes de hallazgos casi casuales se convirtieron en objeto de colección para las familias más poderosas (que intentaban acrecentar su prestigio haciendo ostentación de su patrimonio artístico) y en fuente de inspiración para los artistas del momento, así también el descubrimiento de Pompeya y Herculano vino a sumarse en el siglo XVIII a la corriente de recuperación del arte grecorromano, caracterizado por su pureza de estilo y su sencillez formal, como reacción a la artificiosidad del Rococó. La diferencia entre el Renacimiento y el Neoclasicismo radica en que en este último no se busca ya la imitación: no se trata de ajustarse al canon clásico para crear belleza, sino de partir del espíritu clásico para reelaborarlo; naturalmente, esto produjo horrores artísticos en los que se mezclaban estilos sin criterio y se empleaban elementos grecorromanos de forma superficial.
Winckelmann, uno de los arqueólogos más influyentes del momento, aportó también a aquella corriente de neoclasicismo su visión esteticista de los vestigios de la antigüedad: éstos eran intrínsecamente bellos y como tal podían considerarse arte. Participó activamente en la recuperación de Pompeya y Herculano, y para él, sus calles, sus edificios, sus frescos... conservados en estado casi puro, eran la máxima expresión de la belleza.
El resultado es que en el siglo XVIII apenas se llevaron a cabo interpretaciones sobre la dimensión histórica de tan importante hallazgo.
La labor de recuperación realizada en Pompeya a lo largo de estos dos siglos y medio ha aportado, en cambio, una gran cantidad de información sobre la vida cotidiana en la Roma del siglo I. Los materiales descubiertos tal vez no tengan el valor artístico de otros hallazgos, pero, en su conjunto, constituyen el mayor testimonio de la cultura romana. Y es así como han de contemplarse, en su conjunto, ya que la destructora capa de ceniza conservó cada cosa en su lugar: joyas, objetos de adorno personal, armas, monedas, herramientas, utensilios domésticos e incluso alimentos, constituyen un legado cultural que, con el paso de los siglos, se habría dispersado, o más probablemente destruido. Se han encontrado también documentos que han permitido reconstruir la actividad legal y mercantil de la ciudad. Pero si algo transmite información singular es el hallazgo de los huecos dejados por los cuerpos de los pompeyanos bajo la capa solidificada de polvo de lava. Rellenando las cavidades con yeso, las figuras tridimensionales salieron a la luz: el soldado haciendo guardia, los hombres bebiendo en la taberna, la joven intentando poner a salvo sus joyas, la madre protegiendo a su hijo, el perro custodiando la casa... Con ellos, la arqueología había dejado de ser el rescate de objetos, piedras, mosaicos o frescos antiguos: ahora también era el hallazgo de personas y animales inmortalizados en el último instante de su existencia.
En conjunto, Pompeya constituye un escenario casi vivo en el que es posible recrear el ambiente de la Roma del siglo I: sus calles, sus edificios, los objetos de uso cotidiano y hasta sus propios habitantes, prodigiosamente conservados, nos aportan la más completa información sobre la cultura romana.
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