Desde un punto de vista etimológico, la arqueología es la ciencia que trata de lo antiguo: estudia los restos materiales de las culturas de épocas pasadas, encontrados generalmente bajo tierra.
Se trata, por tanto, de algo más que de traer al presente vestigios del pasado y, por supuesto, de mucho más que de desenterrar objetos antiguos. Se trata, en efecto, de interpretar tales vestigios, de conocer profundamente a través de ellos la cultura de la que proceden… y, finalmente, de comprender nuestra cultura actual, en cuanto consecuencia de aquélla.
Sin embargo, a lo largo de la historia no siempre ha existido este concepto de arqueología que hoy nos resulta tan incuestionable.
En los primeros siglos de nuestra era, no existía un verdadero interés por los restos materiales de civilizaciones anteriores: eran meros testimonios de pueblos antiguos, pero no servían para interpretar la historia.
Durante la Edad Media, no se supera esta visión de los restos procedentes de culturas anteriores, ya que la historia del mundo se rige por la narración bíblica, lo que impone una datación muy peculiar con respecto a los orígenes del hombre, y además todos los aspectos de la cultura se contemplan a la luz del cristianismo, lo que supone reutilización o, peor aún, destrucción de vestigios de civilizaciones paganas.
El Renacimiento supone una recuperación de la antigüedad clásica, y en este sentido los vestigios grecorromanos representaban una importante fuente de información. Puede decirse que es en esta época cuando nace la arqueología como actividad, aunque todavía está muy lejos de tener una dimensión histórica, que dé un significado profundo a los hallazgos. En efecto, los renacentistas se interesan por los restos materiales desde un punto de vista fundamentalmente artístico, y así, constituyen una fuente de inspiración para los artistas, o un objeto de deseo para los mecenas, procedentes de la nobleza o de la alta jerarquía eclesiástica, que, como anticuarios, enriquecen con ellos sus colecciones privadas. De este modo, en esta época nos encontramos actitudes tan dispares como la creación del Museo Capitolino, promovido por el papa Sixto IV, o la imitación llevada a cabo por Miguel Ángel de un conjunto escultórico que representaba a Laoconte y que fue descubierto en la época, o incluso la utilización de piedras procedentes del Coliseo para la construcción de la basílica de San Pedro.
Según ese movimiento que con frecuencia trazan las corrientes culturales, en el Barroco pierde fuerza la búsqueda de restos procedentes de un pasado ya superado. Sin embargo, un siglo después, en el XVIII, vuelve el impulso recuperador de la antigüedad: se recupera el interés por las excavaciones, triunfa el arte neoclásico, inspirado en los cánones grecorromanos…
Si hay un personaje al que debemos atribuir el impulso experimentado por la arqueología es Winckelmann. Él es el primero en superar el mero afán expoliador de las excavaciones con un propósito de coleccionar, atesorar, imitar… Él analiza sistemáticamente los restos desde un punto de vista artístico, susceptibles de ser clasificados, ordenados cronológicamente… Si algo se le puede achacar es que se centra demasiado en los aspectos estéticos de las piezas halladas, y no tanto en su significado histórico.
En el primer tercio de este siglo se produce el mayor hallazgo arqueológico de la historia, si no desde un punto de vista artístico, sí desde un punto de vista cultural: bajo la lava y las cenizas que arrojó el Vesubio el 20 de agosto del año 79, yacían escondidas dos ciudades: Pompeya y Herculano. El endurecido sedimento las había conservado tal y como eran; el tiempo se había detenido en ellas, para mostrárnoslas, sin el inevitable deterioro de la acción humana, diecinueve siglos después. Aquellas eran ciudades prácticamente vivas, que nos hablaban del modo de vida cotidiano en el siglo I: la tienda con sus productos, el horno con el pan cociéndose, el prostíbulo con sus pinturas sugerentes, los talleres con sus herramientas… Y, lo que es más importante, sus habitantes… o lo que quedaba de ellos: el hueco dejado por sus cuerpos en la lava al solidificarse, que Goldsmit rellenó con yeso para devolverles el volumen. Los restos que las excavaciones encontraban ya no eran piedras, mosaicos o frescos, en definitiva cosas: eran personas, animales inmortalizados en el último instante de su vida. Pero claro, aún tenía demasiada fuerza el neoclásico afán por recuperar el arte grecorromano, y aquellos vestigios no aportaban demasiado al arte: el afán por encontrar tesoros intactos y poseerlos llevó en algunos casos a una excavación más arrasadora que selectiva.
Ese mismo afán de posesión fue el que, pretextando un desinteresado proteccionismo, movió al gobierno británico a “rescatar” de un supuesto peligro de ruina obras de arte atenienses tan emblemáticas como los frisos del Partenón.
Pero ya bien entrado el siglo XIX la ciencia arqueológica (que ya puede denominarse así, aunque sus principios difieran todavía de los que actualmente la rigen) adquirirá nuevos derroteros. Schliemann no pretendía buscar tesoros, ni siquiera obras de arte: movido por su amor a los textos homéricos, dedicó sus esfuerzos a encontrar el emplazamiento de la antigua ciudad de Troya. Y así, siguiendo las fuentes literarias, excavó en la colina de Hissarlik. Quizás le sobrara entusiasmo legendario y le faltara un poco de rigor científico, pero Schliemann dio con muros que él identificó con el palacio de Príamo, un fabuloso tesoro que él imaginó perteneciente a la bellísima Elena, y unas tumbas en las que dedujo que reposaban Agamenón y sus compañeros. La crítica posterior pondría de relieve la inexactitud de aquellas atribuciones, pero lo que hoy es incuestionable es que dio con la ciudadela de Micenas, cuna de una civilización anterior al esplendor helénico. Curiosamente, aquel arqueólogo movido por un espíritu más legendario que científico, vino a introducir un nuevo matiz en la ciencia de la búsqueda de vestigios del pasado: lo que interesaba no era ya tanto la posesión de obras de arte, sino la recuperación del espacio, el tiempo, el ambiente en que se había desarrollado una civilización que constituía los cimientos de la nuestra.
Entre tanto, a mediados de ese mismo siglo XIX, os científicos se estaban preguntando por el origen del hombre, o lo que es lo mismo, por la prehistoria humana. Según la teoría evolucionista, defendida por Lyell o Darwin, la existencia del hombre se remontaba a no menos de cien mil años, durante los que se produjo una evolución en la especie humana a partir de animales de la familia de los primates. Los restos paleontológicos hallados en las distintas capas de la tierra llevaron a científicos como Martillet o Lubbock a distinguir entre cuatro edades: la de la piedra tallada, la de la piedra pulimentada, la del bronce y la del hierro. El paso de una etapa a otra respondería a un proceso de evolución, lo que llevaría a deducir a Morgan que tal proceso consistía en una progresión desde el salvajismo a la civilización, y, lo que es más, que tal desarrollo tecnológico entrañaba un desarrollo moral. Sin embargo, esta teoría no constituía sino una explicación del origen de la cultura occidental y una justificación de su supuesta superioridad, tras una larga evolución hacia la perfección. Y es que la teoría evolucionista nació en el marco de una Europa colonialista, necesitada de justificar el intervencionismo político y cultural… y por consiguiente económico. Tal vez por ello, frente al evolucionismo surgió el difusionismo, que pretendía explicar cómo era posible que en un continente como América, aislado de Europa, se produjera una evolución cultural paralela que había alcanzado un nivel equivalente al europeo.
En la actualidad, la arqueología se inclina más hacia una postura intermedia, que podríamos denominar evolucionismo multilineal o difusionismo modificado, y que se inspira en los postulados de Vere Gordon Childe: las civilizaciones son el resultado de un proceso de evolución, pero las líneas de evolución no son únicas: cada cultura evoluciona de un modo diferente, en función de factores tan dispares como el medio ambiente, los contactos interculturales, las migraciones, las invasiones…
En cualquier caso, plantearse la existencia de una prehistoria dentro de la evolución de la humanidad, lo que sí supuso fue la introducción de una visión historicista de las sucesivas civilizaciones. Desde esta perspectiva (no muy lejana, por otra parte, a los planteamientos de Schliemann), la arqueología comenzó a convertirse en una ciencia que, a partir de los vestigios hallados en las excavaciones, buscaba conectar el pasado con el presente (y viceversa), o, lo que es lo mismo, explicar la cultura contemporánea a través de lo que fuera posible conocer de sus orígenes.
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