domingo, 15 de noviembre de 2009
lunes, 9 de noviembre de 2009
Medea, de Eurípides (o La “justificación” de la violencia)
La figura de Medea representa en Eurípides la desmesura en los sentimientos de amor-desamor: el personaje expresa, en un primer momento, una capacidad para amar sin límites, con una entrega absoluta a Jasón; pero después, y tal vez como consecuencia de lo anterior, manifiesta una capacidad para odiarle sin medida, hasta las últimas consecuencias. Su carácter hace que actúe de una forma enérgica y voluntariosa, renunciando a su existencia anterior por emprender una nueva vida junto a su amado; pero también, en los malos momentos (precisamente aquellos en los que se centra la obra), la lleva a comportarse de un modo extremadamente violento, anteponiendo su sed de venganza a cualquier otra consideración moral o afectiva. Paradójicamente, dicha violencia se irá justificando a lo largo de la tragedia, hasta tal punto que resultará refrendada con un “final feliz”, con bendición divina incluida, para la vengativa protagonista.
La acción comienza cuando Medea conoce que va a ser abandonada por Jasón, el cual le había prometido matrimonio ante el altar de Hécate, y además había formado con ella una familia, en cuyo seno habían concebido dos hijos. Sin embargo, al llegar a Corinto, Jasón se prenda de Glauce, hija del rey Creonte, y decide romper el compromiso que le unía a Medea, con quien hasta entonces había llevado una vida errante, y casarse con aquella joven, a cuyo lado se le abren considerables posibilidades de convertirse en rey.
Medea se lamenta de ese absurdo patriarcado que hace que las mujeres estén sometidas a las decisiones de sus esposos, por arbitrarias que éstas sean,
pues la separación no da buena reputación a las mujeres y ni siquiera les es posible repudiar al esposo.
pero sobre todo se siente engañada, burlada, traicionada, defraudada, decepcionada... en suma, no correspondida en el amor que desde el primer momento ha manifestado a Jasón.
La nodriza nos pone en situación:
Llora por su padre querido, por el país y la casa que traicionó para venir con un hombre que ahora la desprecia.
pero es la propia Medea quien mejor lo expresa con sus propias palabras:
Este suceso inesperado que se me ha venido encima me ha destrozado el alma (...), pues mi esposo, en quien tenía yo puestas todas mis ilusiones, -bien lo sabe él- ha resultado ser el peor de los maridos.
En ese momento, el Corifeo, portavoz del coro de mujeres corintias, se conduele, comprende sus sentimientos e incluso llega a justificar una hipotética venganza, de la que todavía ni siquiera se ha hablado:
Con toda justicia castigarás a tu esposo, Medea. Y no me extraña el dolor que sientes por tu infortunio.
He aquí, pues, la clave de la obra: la natural desmesura emocional de Medea se traduce, al ser abandonada por Jasón, en una extrema violencia, que la llevará a tomar una desproporcionada venganza contra quienes la han ofendido: matará a Glauce, que le ha arrebatado a su esposo, y quitará también la vida a sus propios hijos para producirle el mayor daño posible a éste. No se trata de una reacción impulsiva, propia de un carácter enérgico, sino de una decisión bien meditada, de efectos perfectamente calculados, lo que permite que la asesina, lejos de sentirse culpable, justifique sus actos responsabilizando a Jasón de todo lo sucedido.
Medea, o el amor desinteresado
Medea acusa de ingratitud a su esposo, pues todo cuanto hizo por él, fue por amor, por confianza en su promesa de matrimonio: ayudó primero con su magia a Jasón a vencer a los dos toros y a la serpiente que custodiaban el vellocino de oro, aunque eso significara ponerse en contra de su padre, Eetes, y por tanto renunciar a sus vínculos familiares y sociales; después, y una vez comprometidos, para eludir el castigo decidieron escapar juntos de la Cólquide, y con el fin de facilitar su huida, no dudó en despedazar a su propio hermano e ir esparciendo los trozos por el camino, entorpeciendo con ello la persecución emprendida por su padre; por último, ya de vuelta en Yolco, se vengó de Pelias, que había puesto gratuitamente en peligro la vida de Jasón encomendándole la búsqueda del vellocino, y para ello engañó con un truco de magia a las hijas de aquél, convenciéndolas de que si le descuartizaban, volvería a la vida rejuvenecido.
Semejante derroche de violencia parece estar plenamente justificado para ella: tanto el asesinato de su hermano, que tiene un carácter práctico, utilitario, ya que constituye un mero instrumento para facilitarse la huida, como la muerte de Pelias, la cual responde a un ajuste de cuentas, una venganza necesaria, una justa respuesta a la absurda y arriesgada misión encomendada a su esposo. Por eso, cuando se lamenta de la ingratitud de su amado, Medea está sentando las bases sobre las que se asentará la justificación de la venganza que se dispone a tomar contra él:
Has hecho una boda tal, que te arrepentirás.
Jasón, o la ingratitud
Jasón se nos revela como un hombre que ha conseguido lo que tiene con relativa facilidad, siempre gracias a Medea. En efecto, el mayor reto de su vida, apoderarse del vellocino de oro, lo logra fundamentalmente con ayuda de ésta. Tal vez por eso no dé suficiente valor a lo que tiene: una esposa perdidamente enamorada, que ha renunciado a su familia y a su patria por él y que le ha dado dos hijos.
Jasón, en efecto, no se conforma con llevar una vida errante junto a la proscrita, desterrada y fugitiva Medea, y, nada más llegar a Corinto, se encapricha de Glauce, hija del rey Creonte, la cual puede proporcionarle más poder y prestigio que aquélla, a la que, al fin y al cabo, no le une más que un simple compromiso verbal; y así, cegado por las oportunidades que le ofrece emparentar con la familia real, incumple la palabra dada a Medea. Sin embargo, lo que ésta parece reprocharle con más fuerza no es tanto el abandono por otra como su ingratitud, su incapacidad para reconocer que lo que ha conseguido se lo debe primordialmente a ella:
Te salvé (...) cuando fuiste enviado a uncir bajo el yugo los toros que respiraban fuego (...), y tras matar yo la serpiente que, sin dormirse, guardaba el vellocino de oro (...), hice surgir para ti la luz de la salvación. Y fui yo quien, después de traicionar a mi casa y a mi padre, más por pasión que por prudencia, llegué contigo (...) a Yolco. Y maté a Pelias con la más dolorosa de las muertes, a manos de sus propias hijas, y eliminé todos tus temores. Y tras recibir de mí estos favores, ¡oh, el más malvado de los hombres!, me has traicionado y te has procurado un nuevo lecho, a pesar de los hijos que tienes. (...) No has cumplido tus juramentos conmigo.
Pero es que Jasón piensa que es ella la que debería estarle agradecida, pues él le ha dado la oportunidad de vivir en Grecia:
Has recibido por mi salvación más de lo que has dado. En primer lugar, vives en Grecia y no en un país de bárbaros.
Medea, o el rencor violento
Como ha quedado señalado, Medea es, tanto en el amor como en el odio, una mujer violenta:
Que nadie me considere indolente y débil, y tampoco pacífica, sino de carácter bien diferente: pesada para los enemigos y benévola para los amigos.
Ama tempestuosamente, sin medida, sin límites, y por amor a Jasón lo deja todo. Pero cuando se ve abandonada, y una vez superados esos primeros momentos en los que se compadece a sí misma de su desgracia,
¡Ay, ay! ¡Ojalá me libere con la muerte, dejando antes de tiempo una existencia odiosa!
comienza a odiar, y entonces también lo hace sin medida, es decir, de forma destructiva, aniquiladora, terminante. Y así, ya desde el primer momento, al conocer las intenciones de Jasón, empieza a dar muestras de hasta dónde puede llevarla su rencor:
Es la mujer un ser lleno de miedo y cobarde (...), pero cuando se siente ultrajada en cuestiones conyugales, no hay mente más sanguinaria que la suya.
Medea no es una mujer convencional: no es su padre el que la ha entregado en matrimonio, sino que es ella la que ha elegido esposo. Por eso, aunque tal vez una sociedad patriarcal como la griega (a la cual, por otra parte, Medea no pertenece por nacimiento) hubiera esperado de ella una actitud sumisa,
NODRIZA: Este es el máximo signo de seguridad: que una mujer no esté en desacuerdo con su marido.
Medea no parece regirse por los patrones de comportamiento femenino socialmente correctos. Y aun declarando ella misma que
Debe el extranjero acomodarse en su conducta a la ciudad.
su orgullo le impide asumir el menosprecio de que ha sido objeto (al fin y al cabo, se trata nada menos que de una princesa de la Cólquide)
Eres hija de un noble padre y desciendes del Sol. Y eres sabia.
y traza un plan para castigar al causante de su agravio. Ella no busca recuperar a su esposo: lo da ya por perdido. Tan sólo quiere vengarse. Consciente, pues, de que la venganza es un plato que se sirve frío, no actúa movida por un impulso irracional, sino que busca un castigo cuyos efectos están perfectamente calculados y medidos. Y así, en virtud de ese proceso de reflexión previa, Medea puede autojustificar sus actos, por desproporcionados que éstos sean, y conseguir que no quepa en ella remordimiento ni sentimiento de culpa.
La venganza
Pero si su plan no es recuperar a Jasón, tampoco su idea de venganza consiste en matarle. Es bien cierto que esto último no le resultaría demasiado difícil, pues se trata de una maga poderosa, y ya antes ha dado pruebas de que no le faltan ni el valor ni las artes para hacerlo; de hecho, esa es su primera intención:
Me ha permitido quedarme aquí esta jornada, en la que convertiré en cadáveres a tres de mis enemigos: al padre, a la hija y a mi esposo.
sin embargo, prefiere infligirle el mayor dolor posible, dejando que viva para que pueda ver las consecuencias de sus caprichos y de su ingratitud. Decide, así, enviar como regalo a Glauce, la nueva amada de Jasón, un peplo y una corona envenenados, y después matar a sus propios hijos.
Esta será la mayor dentellada que puede recibir mi esposo.
Para llevarlo a cabo, finge hacer las paces con él, y hasta tal punto le convence de su buena voluntad, que éste mismo llegará a justificar el enfado inicial de Medea:
Alabo, mujer, esta actitud y no te censuro aquella de antes, pues es natural que la raza de las mujeres se irrite contra el esposo que mete de contrabando la mercancía de una nueva boda.
No obstante, a pesar de su sed de venganza, ésta experimenta un conflicto moral sobre la íntima decisión de matar a sus hijos: por un lado, piensa que ella los crió, los educó y se desvivió por ellos, confiando en que serían el sostén de su vejez, y en cambio ellos ahora llevarán una vida regalada en palacio, mientras ella se tendrá que marchar desterrada, y eso hace que en sus primeros lamentos los mire de forma aviesa, como responsabilizándolos, en cierto modo, de los actos de su padre:
¡Hijos malditos de una madre abominable, ojalá perezcáis con vuestro padre y la casa se derrumbe!
por otro lado, como madre, se dice:
¿Qué necesidad tengo yo de afligir a su padre con la desgracia de éstos, procurándome dos veces un mal tan grande? (...) ¡Adiós a mis planes!
Pero se resiste a dejar a sus enemigos sin castigo y, finalmente, resuelve:
Es absolutamente necesario que ellos mueran, y puesto que deben morir, yo los mataré, yo, que los hice nacer.
Nada la detiene: ni el vínculo del amor materno, ni las voces espantadas del coro de mujeres, que representan a una sociedad horrorizada por el crimen que está a punto de cometerse. Su rencor la ha llevado a infligir a Jasón dolor, aunque sea a costa de sentirlo ella también. Su decisión es, por tanto, firme:
¡Desdichada mano mía, coge la espada! (...) Olvídate de tus hijos y después... llora, pues, aunque los mates, no por ello te son menos queridos.
Y se despide de los niños con estas palabras:
¡Que seáis felices los dos, pero allá! La felicidad de aquí os la robó vuestro padre.
Justifica de este modo sus actos, diciéndose que el haberles dado la vida la autoriza ahora a quitársela; sin embargo, será eso precisamente lo que, a los ojos de Jasón, hará más terribles, y por tanto menos justificables, los hechos cuando los conozca:
¡Oh, ser abominable, (...) que te atreviste a hundir en tus hijos la espada, siendo su madre, y me mataste al quitármelos!
Tal vez esta última frase nos proporcione otra clave más para interpretar la conducta de Medea: quizá la muerte de los niños no sea, como pudiera parecer a simple vista, el auténtico castigo a Jasón, pues éste ya había renunciado a ellos consintiendo su destierro, al que marcharían junto con Medea. El infanticidio se nos revela casi como un mero instrumento: la auténtica venganza consiste en aniquilar social y emocionalmente a aquél. Para ello, primero mata a Glauce, lo que, además de sin amada, le deja sin opciones al trono al que hubiera aspirado sucediendo a Creonte, y a continuación mata a sus dos hijos, con lo que consigue que Jasón se quede sin refugio emocional, sin descendencia, sin continuidad en la estirpe, sin nadie que le honre ni en vida ni después de muerto. Medea acaba, de este modo, con el ámbito familiar y social de Jasón, y le deja solo. Completamente solo.
Cuando éste recibe la funesta noticia, se deshace en un dolor desesperado e increpa a la asesina comparándola con
una leona, no una mujer, que tiene los instintos más salvajes que la tirrénica Escila.
Y al comprender, finalmente, su desdicha en toda su extensión, reconoce:
¡Ay, de mí! (...) ¡Me has matado, mujer! (...) Lamentar mi destino es lo único que puedo hacer, pues ni disfrutaré del lecho recién concertado, ni podré dirigirme a unos hijos vivos que yo engendré y crié, sino que todo lo he perdido.
A lo que ella le responde con un terrible vaticinio, que expresa la idea de venganza que albergaba al dejarle con vida:
Todavía no sabes lo que es llorar, espera a que seas viejo.
Medea ha causado, así, a Jasón la peor de las muertes: la muerte en vida.
El “síndrome de Medea”
Los trágicos llevaron a escena las más desgarradas manifestaciones de la conducta humana, y tal vez hoy, veinticinco siglos después, algunas de ellas puedan resultarnos inverosímiles. Esta Medea asesina de sus hijos se conduce, sin embargo, de un modo que, desgraciadamente, aún permanece vigente, hasta el punto de que su comportamiento ha dado nombre a un trastorno de la conducta. Se encuentran afectadas por el “síndrome de Medea” aquellas mujeres que, sufriendo violencia masculina en el entorno familiar, la revierten contra sus propios hijos, con agresiones que pueden ir desde el maltrato afectivo hasta la muerte, pasando por cualquier tipo de daños físicos. El origen de este comportamiento parece hallarse en el hecho de que la mujer, generalmente más débil que el esposo maltratador, no puede responder con violencia a la violencia, y tiende a trasladar, consciente o inconscientemente (a menudo no es una venganza premeditada, sino una reproducción del trato violento recibido), dicho maltrato a sus hijos, en absoluto culpables de la situación, pero naturalmente más débiles que ella.
Medea no es una mujer que asuma con facilidad una derrota. Ha demostrado ser poderosa y saber hacer frente con energía a las adversidades. De hecho, ha dado no pocas pruebas de tener conocimientos de magia “negra” que le permiten influir en las voluntades, infligir castigos e incluso producir muertes. Así lo reconoce Creonte cuando, temiendo una reacción violenta por parte de la despechada, decreta su destierro:
Tengo miedo a que causes a mi hija algún mal irreparable. (...) Sabia naciste y conocedora de muchos maleficios, y estás dolida al verte privada del lecho de tu esposo.
Así pues, sus actos no pueden ser considerados impulsivos, y mucho menos inconscientes: decide vengarse de Jasón, pagando con mal el mal recibido; y no con cualquier mal, sino con el mayor mal posible, aunque a la vez esto suponga también un sufrimiento para ella. Matar a Glauce, su rival, no le produce a Medea ningún conflicto moral; sin embargo, dar muerte a sus propios hijos le genera tal sufrimiento que podría incluso haberle conducido después al suicidio (lo cual hubiera resultado también un final perfectamente coherente para esta tragedia), como a menudo sucede en algunos casos de la vida real, de no ser porque en este caso ella lo mitiga con grandes dosis de autojustificación.
La “justificación”
¿Es imposible justificar la violencia?
La idea de violencia suele entrañar una actitud intrínsecamente negativa y por ello es generalmente rechazada. Sin embargo, la violencia es una conducta natural, consustancial también, por tanto, a la esencia humana (homo hominis lupus, decía Hobbes), y hay que considerarla en cada situación particular: será el contexto lo que la relativice, haciéndola completamente rechazable o hasta cierto punto admisible (pues lo cierto es que en no pocas ocasiones nos vemos inclinados a justificarla).
A lo largo de la obra, Eurípides nos va detallando las circunstancias que rodean a la tragedia y parece correspondernos a nosotros, lectores-espectadores, valorarlas y determinar si la violencia empleada por Medea resulta justificada o no. Esta, por su parte, no deja de responsabilizar a Jasón de haber sido el auténtico causante de la desgracia, y así, el diálogo final entre ellos resulta revelador:
MEDEA: (...) si Zeus no supiera lo que has recibido de mí y lo que has hecho. ¡No ibas tú a llevar una vida agradable riéndote de mí, después de haber ultrajado mi lecho! (...) Así que, si quieres, llámame leona y Escila que habita en costas tirrenas, pues que, a cambio, yo herí tu corazón como es debido.
JASÓN: Tú misma estás sufriendo y participas de mis males.
MEDEA: Sábelo bien: me libera el dolor, si con él tú ya no vas a reírte de mí.
JASÓN: ¡Oh, hijos, qué madre tan malvada habéis tenido!
MEDEA: ¡Oh, hijos, cómo habéis muerto por la locura de vuestro padre!
JASÓN: Pero no fue mi diestra quien los mató.
MEDEA: No, fue tu orgullo desmedido(...)
Y concluye con una frase lapidaria:
Saben los dioses quién dio comienzo a esta desgracia.
No es sólo Medea la que, a través de sus palabras, intenta justificar sus actos. También lo hace el Corifeo, personaje dotado de una singular autoridad moral, cuando recrimina a Jasón:
Al traicionar a tu esposa cometes una acción injusta.
y le hace merecedor de cuanto le sucede:
Muchas son las desgracias que, con justicia, parece trabar la divinidad contra Jasón en este día.
mientras que a la protagonista tan sólo la acusa de dureza de sentimientos, de no hacer nada para intentar evitar aquello a lo que el destino la lleva inexorablemente:
¡Desgraciada! ¡Serás roca o hierro si con tu destino de asesina te atreves a matar el fruto de los hijos que pariste!
Asimismo, el Coro, personaje colectivo que representa a la sociedad, culpabiliza a aquél de la tragedia:
Oh, desgraciada madre de los niños, que asesinarás a tus hijos por culpa del lecho nupcial que, impíamente, tu esposo abandonó para vivir con otra compañía.
El propio Eurípides culmina la tragedia con un “final feliz” para la vengativa Medea: los dioses parecen contemplar con indulgencia los actos de ésta y su abuelo, el dios Helios, le proporciona un carro tirado por dragones alados que la llevará a Atenas, donde el rey Egeo la espera para desposarla. (No obstante, tampoco puede decirse que este desenlace represente un gran éxito para la protagonista: a pesar de haber consumado su venganza, Medea no ha conseguido ver correspondido su amor; y eso es algo que ella ya no puede cambiar, ni siquiera infligiendo el peor de los castigos a su ofensor.)
Conclusión
Eurípides nos presenta una Medea, violenta, cruel, despiadada, asesina de sus hijos, pero que, paradójicamente, no constituye una encarnación del mal, sino más bien de la desmesura del amor: una vez dejó todo por seguir lo que le dictaba el corazón y ahora se ve convertida en una víctima de su propia ilusión:
¡Ay, ay, qué mal tan grande es para los mortales enamorarse!
Y lo hace de tal manera que no resulta difícil inclinarse a juzgarla con ternura, e incluso a veces casi llegar a justificar sus actos.
Margarita González Merino
La acción comienza cuando Medea conoce que va a ser abandonada por Jasón, el cual le había prometido matrimonio ante el altar de Hécate, y además había formado con ella una familia, en cuyo seno habían concebido dos hijos. Sin embargo, al llegar a Corinto, Jasón se prenda de Glauce, hija del rey Creonte, y decide romper el compromiso que le unía a Medea, con quien hasta entonces había llevado una vida errante, y casarse con aquella joven, a cuyo lado se le abren considerables posibilidades de convertirse en rey.
Medea se lamenta de ese absurdo patriarcado que hace que las mujeres estén sometidas a las decisiones de sus esposos, por arbitrarias que éstas sean,
pues la separación no da buena reputación a las mujeres y ni siquiera les es posible repudiar al esposo.
pero sobre todo se siente engañada, burlada, traicionada, defraudada, decepcionada... en suma, no correspondida en el amor que desde el primer momento ha manifestado a Jasón.
La nodriza nos pone en situación:
Llora por su padre querido, por el país y la casa que traicionó para venir con un hombre que ahora la desprecia.
pero es la propia Medea quien mejor lo expresa con sus propias palabras:
Este suceso inesperado que se me ha venido encima me ha destrozado el alma (...), pues mi esposo, en quien tenía yo puestas todas mis ilusiones, -bien lo sabe él- ha resultado ser el peor de los maridos.
En ese momento, el Corifeo, portavoz del coro de mujeres corintias, se conduele, comprende sus sentimientos e incluso llega a justificar una hipotética venganza, de la que todavía ni siquiera se ha hablado:
Con toda justicia castigarás a tu esposo, Medea. Y no me extraña el dolor que sientes por tu infortunio.
He aquí, pues, la clave de la obra: la natural desmesura emocional de Medea se traduce, al ser abandonada por Jasón, en una extrema violencia, que la llevará a tomar una desproporcionada venganza contra quienes la han ofendido: matará a Glauce, que le ha arrebatado a su esposo, y quitará también la vida a sus propios hijos para producirle el mayor daño posible a éste. No se trata de una reacción impulsiva, propia de un carácter enérgico, sino de una decisión bien meditada, de efectos perfectamente calculados, lo que permite que la asesina, lejos de sentirse culpable, justifique sus actos responsabilizando a Jasón de todo lo sucedido.
Medea, o el amor desinteresado
Medea acusa de ingratitud a su esposo, pues todo cuanto hizo por él, fue por amor, por confianza en su promesa de matrimonio: ayudó primero con su magia a Jasón a vencer a los dos toros y a la serpiente que custodiaban el vellocino de oro, aunque eso significara ponerse en contra de su padre, Eetes, y por tanto renunciar a sus vínculos familiares y sociales; después, y una vez comprometidos, para eludir el castigo decidieron escapar juntos de la Cólquide, y con el fin de facilitar su huida, no dudó en despedazar a su propio hermano e ir esparciendo los trozos por el camino, entorpeciendo con ello la persecución emprendida por su padre; por último, ya de vuelta en Yolco, se vengó de Pelias, que había puesto gratuitamente en peligro la vida de Jasón encomendándole la búsqueda del vellocino, y para ello engañó con un truco de magia a las hijas de aquél, convenciéndolas de que si le descuartizaban, volvería a la vida rejuvenecido.
Semejante derroche de violencia parece estar plenamente justificado para ella: tanto el asesinato de su hermano, que tiene un carácter práctico, utilitario, ya que constituye un mero instrumento para facilitarse la huida, como la muerte de Pelias, la cual responde a un ajuste de cuentas, una venganza necesaria, una justa respuesta a la absurda y arriesgada misión encomendada a su esposo. Por eso, cuando se lamenta de la ingratitud de su amado, Medea está sentando las bases sobre las que se asentará la justificación de la venganza que se dispone a tomar contra él:
Has hecho una boda tal, que te arrepentirás.
Jasón, o la ingratitud
Jasón se nos revela como un hombre que ha conseguido lo que tiene con relativa facilidad, siempre gracias a Medea. En efecto, el mayor reto de su vida, apoderarse del vellocino de oro, lo logra fundamentalmente con ayuda de ésta. Tal vez por eso no dé suficiente valor a lo que tiene: una esposa perdidamente enamorada, que ha renunciado a su familia y a su patria por él y que le ha dado dos hijos.
Jasón, en efecto, no se conforma con llevar una vida errante junto a la proscrita, desterrada y fugitiva Medea, y, nada más llegar a Corinto, se encapricha de Glauce, hija del rey Creonte, la cual puede proporcionarle más poder y prestigio que aquélla, a la que, al fin y al cabo, no le une más que un simple compromiso verbal; y así, cegado por las oportunidades que le ofrece emparentar con la familia real, incumple la palabra dada a Medea. Sin embargo, lo que ésta parece reprocharle con más fuerza no es tanto el abandono por otra como su ingratitud, su incapacidad para reconocer que lo que ha conseguido se lo debe primordialmente a ella:
Te salvé (...) cuando fuiste enviado a uncir bajo el yugo los toros que respiraban fuego (...), y tras matar yo la serpiente que, sin dormirse, guardaba el vellocino de oro (...), hice surgir para ti la luz de la salvación. Y fui yo quien, después de traicionar a mi casa y a mi padre, más por pasión que por prudencia, llegué contigo (...) a Yolco. Y maté a Pelias con la más dolorosa de las muertes, a manos de sus propias hijas, y eliminé todos tus temores. Y tras recibir de mí estos favores, ¡oh, el más malvado de los hombres!, me has traicionado y te has procurado un nuevo lecho, a pesar de los hijos que tienes. (...) No has cumplido tus juramentos conmigo.
Pero es que Jasón piensa que es ella la que debería estarle agradecida, pues él le ha dado la oportunidad de vivir en Grecia:
Has recibido por mi salvación más de lo que has dado. En primer lugar, vives en Grecia y no en un país de bárbaros.
Medea, o el rencor violento
Como ha quedado señalado, Medea es, tanto en el amor como en el odio, una mujer violenta:
Que nadie me considere indolente y débil, y tampoco pacífica, sino de carácter bien diferente: pesada para los enemigos y benévola para los amigos.
Ama tempestuosamente, sin medida, sin límites, y por amor a Jasón lo deja todo. Pero cuando se ve abandonada, y una vez superados esos primeros momentos en los que se compadece a sí misma de su desgracia,
¡Ay, ay! ¡Ojalá me libere con la muerte, dejando antes de tiempo una existencia odiosa!
comienza a odiar, y entonces también lo hace sin medida, es decir, de forma destructiva, aniquiladora, terminante. Y así, ya desde el primer momento, al conocer las intenciones de Jasón, empieza a dar muestras de hasta dónde puede llevarla su rencor:
Es la mujer un ser lleno de miedo y cobarde (...), pero cuando se siente ultrajada en cuestiones conyugales, no hay mente más sanguinaria que la suya.
Medea no es una mujer convencional: no es su padre el que la ha entregado en matrimonio, sino que es ella la que ha elegido esposo. Por eso, aunque tal vez una sociedad patriarcal como la griega (a la cual, por otra parte, Medea no pertenece por nacimiento) hubiera esperado de ella una actitud sumisa,
NODRIZA: Este es el máximo signo de seguridad: que una mujer no esté en desacuerdo con su marido.
Medea no parece regirse por los patrones de comportamiento femenino socialmente correctos. Y aun declarando ella misma que
Debe el extranjero acomodarse en su conducta a la ciudad.
su orgullo le impide asumir el menosprecio de que ha sido objeto (al fin y al cabo, se trata nada menos que de una princesa de la Cólquide)
Eres hija de un noble padre y desciendes del Sol. Y eres sabia.
y traza un plan para castigar al causante de su agravio. Ella no busca recuperar a su esposo: lo da ya por perdido. Tan sólo quiere vengarse. Consciente, pues, de que la venganza es un plato que se sirve frío, no actúa movida por un impulso irracional, sino que busca un castigo cuyos efectos están perfectamente calculados y medidos. Y así, en virtud de ese proceso de reflexión previa, Medea puede autojustificar sus actos, por desproporcionados que éstos sean, y conseguir que no quepa en ella remordimiento ni sentimiento de culpa.
La venganza
Pero si su plan no es recuperar a Jasón, tampoco su idea de venganza consiste en matarle. Es bien cierto que esto último no le resultaría demasiado difícil, pues se trata de una maga poderosa, y ya antes ha dado pruebas de que no le faltan ni el valor ni las artes para hacerlo; de hecho, esa es su primera intención:
Me ha permitido quedarme aquí esta jornada, en la que convertiré en cadáveres a tres de mis enemigos: al padre, a la hija y a mi esposo.
sin embargo, prefiere infligirle el mayor dolor posible, dejando que viva para que pueda ver las consecuencias de sus caprichos y de su ingratitud. Decide, así, enviar como regalo a Glauce, la nueva amada de Jasón, un peplo y una corona envenenados, y después matar a sus propios hijos.
Esta será la mayor dentellada que puede recibir mi esposo.
Para llevarlo a cabo, finge hacer las paces con él, y hasta tal punto le convence de su buena voluntad, que éste mismo llegará a justificar el enfado inicial de Medea:
Alabo, mujer, esta actitud y no te censuro aquella de antes, pues es natural que la raza de las mujeres se irrite contra el esposo que mete de contrabando la mercancía de una nueva boda.
No obstante, a pesar de su sed de venganza, ésta experimenta un conflicto moral sobre la íntima decisión de matar a sus hijos: por un lado, piensa que ella los crió, los educó y se desvivió por ellos, confiando en que serían el sostén de su vejez, y en cambio ellos ahora llevarán una vida regalada en palacio, mientras ella se tendrá que marchar desterrada, y eso hace que en sus primeros lamentos los mire de forma aviesa, como responsabilizándolos, en cierto modo, de los actos de su padre:
¡Hijos malditos de una madre abominable, ojalá perezcáis con vuestro padre y la casa se derrumbe!
por otro lado, como madre, se dice:
¿Qué necesidad tengo yo de afligir a su padre con la desgracia de éstos, procurándome dos veces un mal tan grande? (...) ¡Adiós a mis planes!
Pero se resiste a dejar a sus enemigos sin castigo y, finalmente, resuelve:
Es absolutamente necesario que ellos mueran, y puesto que deben morir, yo los mataré, yo, que los hice nacer.
Nada la detiene: ni el vínculo del amor materno, ni las voces espantadas del coro de mujeres, que representan a una sociedad horrorizada por el crimen que está a punto de cometerse. Su rencor la ha llevado a infligir a Jasón dolor, aunque sea a costa de sentirlo ella también. Su decisión es, por tanto, firme:
¡Desdichada mano mía, coge la espada! (...) Olvídate de tus hijos y después... llora, pues, aunque los mates, no por ello te son menos queridos.
Y se despide de los niños con estas palabras:
¡Que seáis felices los dos, pero allá! La felicidad de aquí os la robó vuestro padre.
Justifica de este modo sus actos, diciéndose que el haberles dado la vida la autoriza ahora a quitársela; sin embargo, será eso precisamente lo que, a los ojos de Jasón, hará más terribles, y por tanto menos justificables, los hechos cuando los conozca:
¡Oh, ser abominable, (...) que te atreviste a hundir en tus hijos la espada, siendo su madre, y me mataste al quitármelos!
Tal vez esta última frase nos proporcione otra clave más para interpretar la conducta de Medea: quizá la muerte de los niños no sea, como pudiera parecer a simple vista, el auténtico castigo a Jasón, pues éste ya había renunciado a ellos consintiendo su destierro, al que marcharían junto con Medea. El infanticidio se nos revela casi como un mero instrumento: la auténtica venganza consiste en aniquilar social y emocionalmente a aquél. Para ello, primero mata a Glauce, lo que, además de sin amada, le deja sin opciones al trono al que hubiera aspirado sucediendo a Creonte, y a continuación mata a sus dos hijos, con lo que consigue que Jasón se quede sin refugio emocional, sin descendencia, sin continuidad en la estirpe, sin nadie que le honre ni en vida ni después de muerto. Medea acaba, de este modo, con el ámbito familiar y social de Jasón, y le deja solo. Completamente solo.
Cuando éste recibe la funesta noticia, se deshace en un dolor desesperado e increpa a la asesina comparándola con
una leona, no una mujer, que tiene los instintos más salvajes que la tirrénica Escila.
Y al comprender, finalmente, su desdicha en toda su extensión, reconoce:
¡Ay, de mí! (...) ¡Me has matado, mujer! (...) Lamentar mi destino es lo único que puedo hacer, pues ni disfrutaré del lecho recién concertado, ni podré dirigirme a unos hijos vivos que yo engendré y crié, sino que todo lo he perdido.
A lo que ella le responde con un terrible vaticinio, que expresa la idea de venganza que albergaba al dejarle con vida:
Todavía no sabes lo que es llorar, espera a que seas viejo.
Medea ha causado, así, a Jasón la peor de las muertes: la muerte en vida.
El “síndrome de Medea”
Los trágicos llevaron a escena las más desgarradas manifestaciones de la conducta humana, y tal vez hoy, veinticinco siglos después, algunas de ellas puedan resultarnos inverosímiles. Esta Medea asesina de sus hijos se conduce, sin embargo, de un modo que, desgraciadamente, aún permanece vigente, hasta el punto de que su comportamiento ha dado nombre a un trastorno de la conducta. Se encuentran afectadas por el “síndrome de Medea” aquellas mujeres que, sufriendo violencia masculina en el entorno familiar, la revierten contra sus propios hijos, con agresiones que pueden ir desde el maltrato afectivo hasta la muerte, pasando por cualquier tipo de daños físicos. El origen de este comportamiento parece hallarse en el hecho de que la mujer, generalmente más débil que el esposo maltratador, no puede responder con violencia a la violencia, y tiende a trasladar, consciente o inconscientemente (a menudo no es una venganza premeditada, sino una reproducción del trato violento recibido), dicho maltrato a sus hijos, en absoluto culpables de la situación, pero naturalmente más débiles que ella.
Medea no es una mujer que asuma con facilidad una derrota. Ha demostrado ser poderosa y saber hacer frente con energía a las adversidades. De hecho, ha dado no pocas pruebas de tener conocimientos de magia “negra” que le permiten influir en las voluntades, infligir castigos e incluso producir muertes. Así lo reconoce Creonte cuando, temiendo una reacción violenta por parte de la despechada, decreta su destierro:
Tengo miedo a que causes a mi hija algún mal irreparable. (...) Sabia naciste y conocedora de muchos maleficios, y estás dolida al verte privada del lecho de tu esposo.
Así pues, sus actos no pueden ser considerados impulsivos, y mucho menos inconscientes: decide vengarse de Jasón, pagando con mal el mal recibido; y no con cualquier mal, sino con el mayor mal posible, aunque a la vez esto suponga también un sufrimiento para ella. Matar a Glauce, su rival, no le produce a Medea ningún conflicto moral; sin embargo, dar muerte a sus propios hijos le genera tal sufrimiento que podría incluso haberle conducido después al suicidio (lo cual hubiera resultado también un final perfectamente coherente para esta tragedia), como a menudo sucede en algunos casos de la vida real, de no ser porque en este caso ella lo mitiga con grandes dosis de autojustificación.
La “justificación”
¿Es imposible justificar la violencia?
La idea de violencia suele entrañar una actitud intrínsecamente negativa y por ello es generalmente rechazada. Sin embargo, la violencia es una conducta natural, consustancial también, por tanto, a la esencia humana (homo hominis lupus, decía Hobbes), y hay que considerarla en cada situación particular: será el contexto lo que la relativice, haciéndola completamente rechazable o hasta cierto punto admisible (pues lo cierto es que en no pocas ocasiones nos vemos inclinados a justificarla).
A lo largo de la obra, Eurípides nos va detallando las circunstancias que rodean a la tragedia y parece correspondernos a nosotros, lectores-espectadores, valorarlas y determinar si la violencia empleada por Medea resulta justificada o no. Esta, por su parte, no deja de responsabilizar a Jasón de haber sido el auténtico causante de la desgracia, y así, el diálogo final entre ellos resulta revelador:
MEDEA: (...) si Zeus no supiera lo que has recibido de mí y lo que has hecho. ¡No ibas tú a llevar una vida agradable riéndote de mí, después de haber ultrajado mi lecho! (...) Así que, si quieres, llámame leona y Escila que habita en costas tirrenas, pues que, a cambio, yo herí tu corazón como es debido.
JASÓN: Tú misma estás sufriendo y participas de mis males.
MEDEA: Sábelo bien: me libera el dolor, si con él tú ya no vas a reírte de mí.
JASÓN: ¡Oh, hijos, qué madre tan malvada habéis tenido!
MEDEA: ¡Oh, hijos, cómo habéis muerto por la locura de vuestro padre!
JASÓN: Pero no fue mi diestra quien los mató.
MEDEA: No, fue tu orgullo desmedido(...)
Y concluye con una frase lapidaria:
Saben los dioses quién dio comienzo a esta desgracia.
No es sólo Medea la que, a través de sus palabras, intenta justificar sus actos. También lo hace el Corifeo, personaje dotado de una singular autoridad moral, cuando recrimina a Jasón:
Al traicionar a tu esposa cometes una acción injusta.
y le hace merecedor de cuanto le sucede:
Muchas son las desgracias que, con justicia, parece trabar la divinidad contra Jasón en este día.
mientras que a la protagonista tan sólo la acusa de dureza de sentimientos, de no hacer nada para intentar evitar aquello a lo que el destino la lleva inexorablemente:
¡Desgraciada! ¡Serás roca o hierro si con tu destino de asesina te atreves a matar el fruto de los hijos que pariste!
Asimismo, el Coro, personaje colectivo que representa a la sociedad, culpabiliza a aquél de la tragedia:
Oh, desgraciada madre de los niños, que asesinarás a tus hijos por culpa del lecho nupcial que, impíamente, tu esposo abandonó para vivir con otra compañía.
El propio Eurípides culmina la tragedia con un “final feliz” para la vengativa Medea: los dioses parecen contemplar con indulgencia los actos de ésta y su abuelo, el dios Helios, le proporciona un carro tirado por dragones alados que la llevará a Atenas, donde el rey Egeo la espera para desposarla. (No obstante, tampoco puede decirse que este desenlace represente un gran éxito para la protagonista: a pesar de haber consumado su venganza, Medea no ha conseguido ver correspondido su amor; y eso es algo que ella ya no puede cambiar, ni siquiera infligiendo el peor de los castigos a su ofensor.)
Conclusión
Eurípides nos presenta una Medea, violenta, cruel, despiadada, asesina de sus hijos, pero que, paradójicamente, no constituye una encarnación del mal, sino más bien de la desmesura del amor: una vez dejó todo por seguir lo que le dictaba el corazón y ahora se ve convertida en una víctima de su propia ilusión:
¡Ay, ay, qué mal tan grande es para los mortales enamorarse!
Y lo hace de tal manera que no resulta difícil inclinarse a juzgarla con ternura, e incluso a veces casi llegar a justificar sus actos.
Margarita González Merino
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